lunes, 19 de noviembre de 2012

VILLA CAROLINA

“Ahora nos va a tocar hacer un puente”, dijo el Búho. La hora acrobática del amor ya había pasado y no se trataba de una postura pasional a ejecutar: el rastrojero se había quedado. Lo dejé al Búho forcejeando inútilmente contra las leyes de la electromecánica y bajé a tomar aire. Ahí comencé a percatarme del lugar en el que nos encontrábamos. La luz del amanecer, gradual pero incisiva, me mostró la composición del suelo que pisaba. Decenas de preservativos tirados resplandecían con los primeros rayos de la mañana. Parecían brotar de la maleza como sombreros húmedos por el uso; ese color amarillento con el que manchaban el verde les daba, de lejos, una apariencia de hongos de campo. Mi sospecha se confirmó apenas giré hacia la derecha para leer el nombre inscripto en la tranquera: estábamos en Villa Carolina.
El sitio todavía existe. En él hoy la tierra parece fertilizada por el uso popular que se le diera en otra época, hasta los noventa. La alfombra vegetal que he visto allí es la más voluptuosa de todo el barrio de las quintas. Crecen especies cuasi amazónicas, como la planta de falso café. Actualmente el camino adyacente a la casa abandonada, que era sinónimo de excitación y miedo, ha sido limpiado y sobre ese terreno se ha construido una vivienda. Un perro dóberman se encargará  de anunciarlo en caso de que un día alguien, melancólico, quiera llegar hasta el fondo en busca de algún recuerdo hecho polvo.
Han volteado parte del tapial, la tranquera desapareció y con ella el nombre perteneciente a la casa, que ahora es un fantasma entre los eucaliptos que custodian el ingreso. Ahí solía haber unos panales de avispas que problematizaban el acceso. Si bien la civilización sigue avanzando sobre el barrio, si se salvan ligeras modificaciones el refugio mítico permanece intacto. La estructura se compone de dos pisos, y parece la pieza de herramientas de una mansión que nunca existió, o el cuartito destinado en aquel entonces al obrador, de cuyos patrones poco se sabe. Dicen que su dueño original era un médico que en algún momento se fue a vivir a Italia y no volvió nunca más. El piso de arriba es un tanque de agua cúbico, que desde que recuerdo estuvo vacío y al que se podía subir por unos escalones de hierro incrustados en la pared.  Hoy todavía es posible trepar por allí, pero una cadena gruesa asegura la puerta que antes permanecía abierta a los ocasionales visitantes.  El interior de Villa Carolina está clausurado. Una enredadera posesiva abraza buena parte de las paredes exteriores, como si quisiera ingresar de todas maneras.
Adentro siempre había revistas pornográficas. En las bicicleteadas domingueras a la hora de la siesta era diversión obligada pasar por allí a relevar las huellas del derramamiento de simiente ajena. Había que proceder con cautela, se comentaba que había unos tipos que andaban en Falcon y se metían en la parte trasera  para asustar a los intrusos. Y que de noche solían encenderse fuegos profanos. Sumar todas esas versiones me había hecho concluir que para animarse a usar ese lugar como albergue transitorio había que tener hielo en la sangre.
Pero esa madrugada el Búho me había llevado hasta ahí y yo ni lo había sospechado. Fue hace tanto que aún no se había inventado el celular, y la zona estaba apenas loteada. Para conseguir los cables con los que hacer el bendito puente, tuve que empezar a caminar en tacos altos hacia la estación de servicio más cercana, mientras el Búho se quedaba insistiendo en provocarle al rastrojero esa especie de tos convulsa.
Unas loras se peleaban sobre el medidor del Club de Telefónicos, mientras yo hacía equilibrio en la tierra, entre las huellas secas de las camionetas, siguiendo la línea de tunas que prometía llevarme hacia la rotonda, como un zombie en cancanes que reclamaba la ciudad.

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