lunes, 19 de noviembre de 2012

LA CORRIENTE

San Francisco  parecía un cuerpo humano: dos tercios de agua. No sólo las calles estaban anegadas, también el clima doméstico había llegado a su tope: pasados los  cien milímetros ya nadie respondía de sí.
El aire acusaba saturación, un humor parecido al de los condenados a cautiverio hacía peligrar a cada rato la precaria armonía familiar. La lluvia nos había obligado a la nada.
En nuestro barrio todavía no se había cortado la luz. Siempre nos jactábamos de eso, de ser en casos así unos de los últimos en padecer  la tragedia del apagón. Nuestras cuadras parecían conformar una suerte de bastión de la resistencia eléctrica. “Esa es la ventaja de tener un vecino que trabajó toda su vida en Epec”, suele decirnos mi mamá, convencida  de  que esa presencia en nuestra manzana ejerce una protección, o nos permite disfrutar de rebote de algunos privilegios. “Sí, pero a la hora de pagar la boleta somos todos chambones menos uno”, contesta a veces mi papá marcando claramente el límite de los beneficios.
En ese momento nadie tocaba el tema de la usina.
Mi mamá preparaba un revuelto de zapallitos.  Justo encima de la cocina está colocada la soga que sirve para tender la ropa adentro,  en días en los que el tiempo no acompaña. La soga recorre, casi a  la altura del techo, una trayectoria que abarca también a la mesada. Con el primer crujido de un vegetal sobre la sartén corrí a asegurarme de que ninguna de mis prendas estuviera allí colgada. Ya era tarde: a mis calzas de spinning  tan sólo les faltaba un toque de salsa de soja para que el aroma que las impregnaba pudiera catalogarse como de chop-suey.
Mi papá estaba sentado sobre la mecedora, con Gurdín, su perro ratonero, entre las pantuflas, y desde allí interpelaba con frases provocadoras al universo, con tanta vehemencia que  yo empezaba a sospechar que el universo era una excusa para que la indirecta me pegara a mí. “Por un día que no salgan no se van a morir”, “qué tanto tienen que salir a hacer porái”, gritaba desde la mecedora hacia la calle.
Resolví  prender el televisor para que otro discurso se impusiera, al menos un rato, mientras el suministro eléctrico no se cortara. A juzgar porque el noticiero local se hallaba en su apogeo, en la cuadra del canal también tenían luz. El conductor recalcaba  un mensaje a la comunidad: “Encontraron en barrio Sarmiento dos chapas patentes: EDU 428 Y FER 263. Los propietarios  deberán pasar a retirarlas  por este canal a partir del cierre de esta edición.”  Algo había escapado de la parálisis impuesta por el diluvio: unas chapas que empezaban a cobrar vida propia.
“Unos pierden la patente, otros pierden la paciencia”, profirió mi viejo hacia el cosmos, representado ahora por ese señor con flequillo que hablaba a través de la pantalla.
Entre tantos proverbios piamonteses que me llaman la atención, hay uno así: parent, amis e pieuva, tre dì e peui neuja. Pasados tres días es imposible bancarse a los parientes, a los amigos, o a la lluvia. Algo de esa información debía estar atravesando mi ADN  en ese momento, mientras esperaba el almuerzo del cuarto día.
A punto de perder los tornillos como esas patentes, deseé también, del mismo modo que ellas, ser arrancada del lugar al que estaba sujeta. Esas láminas  de metal circulaban, mientras los habitantes  de San Pancho nos guardábamos como cada vez que llovía mucho. Yo padecía esa limitación de espacio como una segunda vida intrauterina. Quería salir, sentir una vez cómo es dejarse llevar por el río. Aunque sea el de la catástrofe,  ya que la hidrografía no permite otro. En San Francisco siempre será todo un tema que falte la corriente.

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