lunes, 17 de diciembre de 2012

EFECTOS DEL PORNO EN LA SALUD


El papá de la Viqui era oftalmólogo. Aquella tarde lo vimos  transpirar  y gesticular a más no poder. Aseguraba que ese librito que habíamos encontrado en su mesita de luz, cuando con la Viqui revisamos, tenía que ver con su profesión.
Nos recalcaba la importancia de ese material ilustrativo y al mismo tiempo nos retaba; no sé qué era lo que nos hacía más efecto, si la explicación o el reto. Creo que este último, ya que la explicación hacía agua: ¿por qué un oculista necesitaba tantas fotos de cuerpos humanos desnudos, si en casi ninguna se veían los ojos? Algo no nos cerraba, pero nos daba apuro decirle algo a la Viqui, y además el papá seguía nervioso.
Tuvimos una penitencia que duró hasta el día siguiente, cuando volvimos otra vez a juntarnos en el garaje de esa casa. Teníamos un juego que era el de “dar la ostia”, nos lo habíamos inventado de tantas veces que íbamos a la misa de la Cristo Rey. Estábamos en el primer año de catequesis.  Casi siempre la prima de la Viqui hacía de cura, las demás avanzábamos en fila y ella, ante cada una, partía una galletita de leche para que dijéramos amén. Usaba un florero de cáliz.
Estábamos en eso cuando la mamá de la Viqui entró, tan compenetrada con su misión que ni vio que estábamos comulgando, lo cual habría causado el segundo reto de la semana. Nos trajo un libro y nos dijo que quería que conversáramos. El libro que nos mostró tenía cuerpos humanos también, pero separados unos de otros, y con más órganos. No eran como los del manual de estudio del papá de la Viqui, donde todo parecía tener más vida. La mamá se puso a contarnos unas cosas que nos sonaron horribles,  al punto que nos prometimos que el día que tuviéramos  marido nos íbamos a duchar siempre en malla, para que no nos agarraran desnudas como en el libro.
A la tarde siguiente nos dieron ganas de ir a hablar con los varones del barrio, que se juntaban en un campito, al lado del club Mayo. Nos sentimos medio tontas: ellos manejaban todos esos temas, como si estudiaran. El que más hablaba era el Facu. Contó cómo en el campito habían hecho un pozo, para guardar y tapar con tierra las revistas de oftalmología  que lograban reunir. Y también que las desenterraban y se las llevaban para estudiarlas al campo de deportes de los Maristas, después de la hora de educación física. Casi todas las revistas tenían la etiqueta del quiosco Maula, al que iban en bici, a hacerse amigos que los dejaran colarse en los cines donde podían avanzar en conocimiento. Había uno que ahora es un templo evangélico. Otro se llamaba La Perla, pero era oscuro y quedaba por  9 de Julio. Ahí pasaban películas toda la noche. Y también estaba el Colón, pero ahí eran dos las películas nada más, en continuado.  El Facu nos dijo que una  vez había caído la Policía justo en el intervalo, cuando apenas habían visto la parte de arriba del cuerpo humano, porque la primera  película siempre era aburrida. En el hall del cine les habían tomado los datos, para citarlos con los padres, que era la parte más humillante. Así que tuvieron que irse, pero se descargaron tirando bombitas de olor en las confiterías del centro.
El Facu hablaba de secretos tan lindos como las verdades. Esa tarde empecé a enamorarme de él. Cada vez que intento volver a saber de su vida no logro que nadie me ayude con un dato. Pero por esto mismo voy, sin querer, enterándome del presente de algunos otros que eran del barrio.  Sé, por ejemplo, que hay dos que hoy son doctores

lunes, 3 de diciembre de 2012

UN FANTASMA DE LOS NUESTROS




Cuando Enterprise cerraba, a la medianoche, los que habitualmente se internaban allí hasta la hora tope se quedaban con gusto a poco. Nadie aceptaba tan temprano el game over. Esa vez eran veinte, todos menores, y decidieron meter una ficha más.
Ni bien las máquinas entraron en reposo, el grupo peregrinó a pie desde la sala de flippers, que estaba en el centro, hasta el cementerio. La expedición tenía un fin terapéutico: querían sacarse ese miedo a que exista algo después de la muerte.
El acceso al lugar estaba apenas impedido por una cadena, que franquearon. Y como medida de seguridad, se separaron en dos grupos para la inspección territorial. Cada cuadrilla completó su recorrido. Al reencontrarse y cotejar los hallazgos resultó que nada, excepto la cantidad de gatos, los había asombrado. Eso había sido todo en la primera visita, y no alcanzaba. Así que no podía ser la última.
A la noche siguiente los cuerpos estaban más ávidos de adrenalina, así que fue necesario reforzar las filas. Entre las dos escuadras sumaban alrededor de cincuenta, dispuestos a enfrentar el más allá usando el juego de las escondidas.
Corrieron y liberaron química adolescente por los pasillos hasta cansarse. Para algunos fue el límite. “Hay que proceder con respeto”, solía advertir en su programa radial, por la época, Román, el vidente médium. Román decía que podía curar con los mensajes de los espíritus: era famoso por eso y porque atendía en silla de ruedas. Cuando trazaba con la mano derecha en el aire sus pases ante los clientes, el brillo fulminante de su anillo de oro los hipnotizaba.
Los que por dentro le hicieron caso a  Román se despidieron ahí para no volver. Para los otros hubo una noche más.
El Chiqui tenía cada tanto unos raptos mesiánicos. Así que para él era ideal hacer resucitar algo al tercer día: el traje de fantasma que había usado en la fiesta de quince de su hermana. Quería asustar a uno de la banda que se las daba de curtido.
Dejó que los diecisiete ingresaran y cuando se aseguró de estar bien a la retaguardia se puso el disfraz. Tenía todo calculado: iba a esperarlos hasta que tuvieran que regresar, y entonces se les aparecería en la puerta del cementerio para impedirles la salida, y también para que la huida sólo fuera posible hacia el interior del cementerio, de modo que esto los aterrorizara aún más. Pero escuchó el ruido de un motor que lo hizo mirar hacia 9 de septiembre, e identificó de inmediato al conductor de ese auto importado. Era alguien que se merecía un buen susto. Así que el fantasma giró y salió a la vereda.
Una hora después, cuatro R12 de la jefatura y un Falcon de investigaciones buscaban a los chicos cerca del predio. Ellos se quitaron las remeras y se largaron a correr. Pasaron  estoicos  delante de los móviles. Fingían ser futbolistas al regreso de una práctica. Recién pararon a desquitarse de la risa en una esquina de las 800, a la que finalmente llegó la policía. Esa noche que pasaron en la comisaría no pudieron perder el miedo, pero al menos se enteraron del origen de la denuncia. Un operario que salía de hacer extras en una fábrica del Parque Industrial, había pasado en bici en el pico exhibicionista del espectro. El instinto de supervivencia no le había permitido controlar la vejiga, pero sí seguir pedaleando hasta poder llegar, y  desembuchar lo que sus ojos habían visto: el fantasma de vida ultraterrena más breve, por lo que se sabe, que hubo en la ciudad.

martes, 27 de noviembre de 2012

TRAEME ALGO DE MAUI




Todo en el local hacía juego con aquella década en la que viajar a lugares exóticos era el súmmum. Para empezar, el nombre, que es el de una isla hawaiana. Mucho antes de que a Alan Faena se le ocurriera provocar con el blanco, éste ya reinaba en Maui por decisión de su dueño, Víctor. Las jaulas colgantes donde tucanes y cotorras australianas experimentaban atónitos la noche tenían ese color de la buena cocaína. Pero el apogeo del blanco era el piano, emblema  del boliche,  que sonaba en veladas de especial inspiración.
También hubo allí una maravillosa cascada que invitaba a dejarse aflorar. Al menos esto recuerdan varios, desde ese abismo que se crea entre las neuronas, que vienen en cantidad limitada, y la noche, que siempre será infinita. De esto sabía el Víctor. Como si sus emprendimientos fueran un homenaje a esa continuidad de las noches,  la historia de cada uno de sus negocios puede contarse por  la del anterior, y la de ese anterior por otro más antiguo en la cadena, y el hilo no se cortaba.
Por eso hoy resultaría extraño hacer memoria de Maui sin citar a sus hermanos mayores, Macao y Carlos V, en orden ascendente de edad. Si bien la propuesta varió en cada caso, entre las tres hay otro lazo por el cual no se pueden contar por separado. Ese nexo es, curiosamente, la carta de sándwiches, que fue de una ruptura total con el pasado sanfrancisqueño, en el que las minutas no tenían nombres propios.
El menú ideado en Carlos V cruzó los años ochenta en Macao y explotó en Maui en los noventa, quizás por esos alias que eran guiños a la idea de viajar.El Jumbo fue el hit del que se apropió la popular. Hoy nadie logra enumerar la totalidad de los ingredientes que lo hacían fatal, pero todos coinciden en su cualidad de interminable. Los más rigurosos sostienen que eran tres lomitos de cerdo los que propinaban el knock out.  Después del Jumbo, otros nombres foráneos abrían el apetito: el Merecumbé, el California, por ejemplo, y el Canadiense, una afrenta al paladar tradicional de la época, porque incluía ananá, palmitos y salsa golf. Como contrapeso resignado otros nombres ejercían la resistencia nacionalista: el Juanacho, el Boyero,el Federal y el Superfederal. Los platos sesgaban a los consumidores por presupuesto. Los pasatiempos, por edad.
La entrada a Maui era celebrada porque uno podía sentarse allí sin pagar. Fue “la vidriera” por excelencia desde donde mostrarse y contemplar las vueltas motorizadas al centro.
La distribución en el interior era así: a la derecha, la falta de experiencia y los jueguitos electrónicos. De retumbar hoy en las paredes de lo que fue Maui sus sonidos espantarían por lo primitivos: Out Run, Pacman, Tetris, Street Fighter y G. I. Joe. El domingo era el día para exhibir las mejoras en la performance, logradas ahí mismo durante la semana, en las chupinas. A la izquierda, el alarde de baqueta y el pool. Todo en el fondo, donde también funcionaba un bowling, al principio. Más adelante éste habría de transformarse en un sitio para recitales, que tuvo aguante suficiente para Juanse y Pappo juntos, y al que los de Memphis la Blusera desearon volver.
Pero hoy no se puede volver a Maui, salvo con el recuerdo, que defrauda como viaje, porque uno queda igual. Murió Víctor. Está el lugar común de que la muerte es un viaje. Ya no está Maui, que fue un lugar en común. Y la fantasía: que de su viaje Víctor se traiga alguna novedad. Porque nadie duda sobre hacia dónde se dirige: seguramente,  a un paraíso infernal.

lunes, 19 de noviembre de 2012

VIAJE DE IDA



Un ruido de cristales rotos interrumpió la siesta del contador, que se levantó resignado, más que sobresaltado.  Ya estaba dentro de todo acostumbrado a despertarse con esos contratiempos: vivía justo enfrente del campito donde los sábados se disputaba el clásico del barrio.  Cada tanto un pelotazo mal encaminado iba a parar a su domicilio.
El elemento contundente aquella vez no había sido un “fútbol”.  Cuando el contador  se dirigió al lugar de los destrozos encontró,  sobre el piso del comedor, un búmeran.
Es que la canchita servía también para otros fines recreativos. Eran famosas, por ejemplo, las carreritas de karting que se disputaban alrededor del mismo perímetro, y que cada tanto terminaban en un hecho de sangre. Algunos todavía no pueden borrarse la imagen de los dedos del hermanito del Cala, una vez que pudo sacar la mano que le había quedado atrapada entre los rulemanes.
La del búmeran era otra de las distracciones polémicas. Justamente el Cala había sido el que lo arrojara esa tarde, para luego sufrir la gran decepción de que el objeto no cumpliera con su ley constitutiva: fue pero no volvió. Y el Cala se quedó sin su fetiche, ya que nadie en el barrio se animaba a tocar el timbre de esa casa.
El contador era hombre de pocas palabras y aborrecía exhibir sus emociones en público, así  que  cuando halló el búmeran, resopló  algo que pareció una risa, y guardó la prueba del delito en un estante donde conservaba, por las dudas,  distintos recuerdos de hechos complicantes.
En el fondo para él esos incidentes eran problemas menores. Esa semana había discutido con un cliente, que desoyendo sus consejos para el lavado de activos se había comprado tres cero kilómetro iguales en una agencia de Devoto, y ahora los acreedores andaban detrás de él.
Además sabía que la casa que habitaba, y que él había mandado a construir, era vulnerable por naturaleza: estaba hecha casi en su totalidad de vidrio. Como si saldara una cuenta pendiente con la transparencia, todo lo que había detrás del portón que oficiaba de muralla tenía cristal, en gran cantidad. El que había llevado a cabo el proyecto era el arquitecto que tradicionalmente encaraba las ideas más vanguardistas en San Francisco.
Los conocidos del contador solían bromear acerca de esa ostentación de asepsia. Incluso habían bautizado “el consultorio” a su oficina contable, en la que aplicaba normas de higiene dignas de un odontólogo. Allí también había signos de su obsesión por el vidrio: el escritorio estaba montado sobre un enorme acuario. Los peces burbujeaban debajo de los balances. No cualquiera entraba al consultorio.
Esa tarde, cuando el contador depositó el búmeran al lado de trozos de ladrillo, pelotas de diversos tipos y zapatillas de un solo pie, vio también una delicada rosa hecha en origami. Y tuvo otra vez un pensamiento para Nati.  Nati había sido su alumna durante el secundario, en las horas de práctica contable. Y cuando estuvo en primer año de la facultad, había recurrido a él porque en Economía le pedían el libro de Mochon  y Becker, y la librería técnica de la ciudad demoraba en traerlo. Nati siempre le había parecido hermosa. Y él contaba con ese libro, entonces flamante.
La rosa que en retribución ella le había regalado, ahora en el estante, le acercó de nuevo, por segundos, el perfume de Nati  en su primera entrada triunfal al consultorio. Ese perfume escalofriante, a diferencia del búmeran del Cala,  volvía una vez más, y pareció que iba a volver  siempre.

LA TRASNOCHE DEL CANAL

El cadáver del médico apareció cuando ya estaba prácticamente cocinado el caso, y bastante lejos del lugar donde decían que se había suicidado.
Era una noche de principios de verano. El Ití, el Fuin y el Lanza habían ido a pescar anguilas a un punto que queda cerca de Colonia Prosperidad,  cuyas coordenadas resultan uno de los secretos mejor guardados por los aficionados a las expediciones nocturnas. Allí corren, por un lado, las aguas provenientes de la laguna de tratamiento de líquidos residuales de San Francisco, y, por el otro, las del canal que se origina en Quebracho Herrado, en el que se desagotan unos cuantos campos de la zona.
Además de los implementos de pesca y las petacas para mantener la vigilia, habían llevado un telescopio: es que los paisanos de Prosperidad se jactan de contar con el cielo más lindo del este cordobés. El Lanza se había ocupado de montarlo, a un costado del puente que cruza el canal, y de dejarlo listo para el avistaje. Pero no era el más indicado para las tareas que involucraran motricidad fina: de hecho, se había ganado su apodo en la época en que solía ir a entrampar con los amigos del barrio. Cuentan que en el camino se les cruzó una comadreja, y que se divirtieron un buen rato haciéndola disparar de un lado a otro, amenazándola con distintos objetos. Hasta que el Lanza, parece, se cansó del juego y la atravesó de punta a punta con el palo de escoba afilado que portaba siempre en las excursiones, y que le había manufacturado el padre, para cuando tuviera que defenderse.
El Lanza hizo honor a sus antecedentes de torpeza. El telescopio quedó mal armado, y si bien ninguno de los tres se privó de observar lo que en teoría era el Lucero, lo que se percibía a través de la mira era  un cuerpo  irreconocible por lo deforme.
Los que sí, por fuera del telescopio, plateados por la luz lunar, podían divisarse, eran los círculos de agua que ocupaban distintas partes de los campos, ya que hacía poco que la lluvia se había desquitado. El flujo en el zanjón era turbulento, y los amigos temieron que el ruido de la corriente mantuviera lejos a las anguilas. De todos modos prepararon las estacas. El Ití se embadurnó una mano con un trozo de grasa y restos de carne, y la metió en el agua para sondear la orilla. Mientras la deslizaba tratando de detectar alguna cueva, las mojarras le daban chuponcitos que apenas lo inquietaban. Del otro lado las líneas ya estaban tiradas.
Dicen que es mejor, para el éxito de la pesca, que la carne que se lleva al anzuelo esté un poco podrida, por eso los tres aguantaban ese olor nauseabundo sin decir nada. Hasta que se potenció y se tornó innegable: esa hediondez era de origen humano. El Fuin encendió la linterna, apuntando al voleo. En el recorrido del haz por el aire se veían cúmulos de los mosquitos que los venían atenazando sin tregua. Luego la luz hurgó en el pasto  hasta que confirmó la sospecha: un bulto overo y brillante estaba enquistado en el barro. Su superficie recordaba en algo a la piel de las anguilas, pero se trataba de un hombre muerto.
Días después los resultados de la autopsia aportaron algunos datos, los suficientes para constatar que se trataba de él, aunque otras cosas nunca cerraron. En esos días habían ocurrido tres suicidios más, y los sanfrancisqueños empezaban a entremezclar los casos al rumorear.
A partir de esa noche el Lanza cambió su arma característica por una con pólvora. Y más de una vez se preguntó cómo sería posible, si se tratara de un suicida, darse con ella misma un disparo.

FAN DE LA MONA


En San Francisco hay más de 80 monos en cautiverio. Eso asegura la Briyit. La Briyit trabaja a tiempo completo en la Protectora de Animales.  Es por eso que se ganó ese alias entre los vecinos del barrio , que se entretienen viendo cómo mascotas de todo tipo, a lo largo de cada día, ingresan y luego abandonan su imponente residencia, como si de un Gran Hermano faunístico se tratara.
La Briyit sabe de sobra quiénes son los dueños de esos monos, pero por el bien de la vida en comunidad prefiere no decirlo. Aunque cuenta, sin dar nombres, cosas horripilantes. Como la forma en que morían, cada dos por tres, esos monitos que traía a San Francisco, de sus viajes por Chaco, un reconocido empresario textil. Los susodichos se escapaban por la terraza de la elegante casa de dos pisos en el norte de la ciudad, y en sus tropelías por los techos contiguos se prendían de todo cable que encontraran, con uñas y dientes, hasta hallar la electrocución.  A veces, como consecuencia, parte de esa cuadra se quedaba sin luz.
La Briyit se escandaliza cuando lo menciona, pero hace esta salvedad: al menos los tenían sueltos. Es que ella pregona un cambio de conciencia, y lo hace con el ejemplo: su mona anda por donde se le canta, y se llama Libertad.  Hace poco fue a lo del Púa a que le tatuara ese nombre en el omóplato derecho,  porque el izquierdo ya lo tenía ocupado con los apodos de una tortuga de agua y de un perro callejero. Dice que el Púa, que no siente tanto la influencia de Greenpeace sino que es más del palo del rock (se ganó su fama de tatuador en la época de Bulldog y otras bandas cuyas remeras se vendían en un local de la galería Bucco), ni se imaginó que era por la mona. “La hermana hermosa”, le había dicho, con una sonrisa narcótica.
Libertad es un regalo que le hizo a la Briyit su marido, para un 29 de abril. La mona hace honor a su nombre en un radio que abarca unas tres cuadras en torno a su morada. Casi todos los habitantes de ese barrio, que queda detrás de una iglesia coqueta, tienen piscina en el patio de la casa. Libertad se divierte desconociendo los límites territoriales para robar algún flota-flota, y luego blandir el gomoso elemento parada sobre cualquier tapial, en un gesto que parece un pedido de rescate. Los fines de semana en los que la pareja se va a las sierras, se dedica a lamer asados en las parrillas ajenas o a vaciar fruteras de los vecinos. “Está acostumbrada a hacer lo que quiere”, se disculpa la Briyit cada vez que alguna víctima se lo comenta. Y a veces opta por llevársela en el auto mientras  hace los mandados, para que la situación barrial no pase a mayores.
Al arquitecto motoquero de la otra cuadra, por ejemplo, ya lo tiene de hijo. En su casa hay una planta tropical que dicen que es la predilecta de los simios. La mona aprovecha toda oportunidad que se le presente para intentar un saqueo del árbol. El arquitecto dio órdenes firmes de que la echen. Libertad es rencorosa y desde algún punto cercano ejecuta su venganza, que consiste en defecar y luego arrojar de a uno sus macizos excrementos como piedras a la anatomía de quien sea que se halle en el parque de “la mansión hostil”. Pero la Briyit tiene un sonrisa tan radiante que es capaz de ablandar al arquitecto o a cualquiera.
Incluso a su veterinario, a quien la une una deuda eterna, imposible por lo frondosa, de pagarse con dinero, y que ella va atenuando con regalos. Con el último paquete el veterinario se había ilusionado: el presente venía en una caja de microondas, y él no tenía ese electrodoméstico. Pero adentro había un chimpancé embalsamado. “A ese no pude salvarlo”, habría de confesarle más tarde la Briyit.

VILLA CAROLINA

“Ahora nos va a tocar hacer un puente”, dijo el Búho. La hora acrobática del amor ya había pasado y no se trataba de una postura pasional a ejecutar: el rastrojero se había quedado. Lo dejé al Búho forcejeando inútilmente contra las leyes de la electromecánica y bajé a tomar aire. Ahí comencé a percatarme del lugar en el que nos encontrábamos. La luz del amanecer, gradual pero incisiva, me mostró la composición del suelo que pisaba. Decenas de preservativos tirados resplandecían con los primeros rayos de la mañana. Parecían brotar de la maleza como sombreros húmedos por el uso; ese color amarillento con el que manchaban el verde les daba, de lejos, una apariencia de hongos de campo. Mi sospecha se confirmó apenas giré hacia la derecha para leer el nombre inscripto en la tranquera: estábamos en Villa Carolina.
El sitio todavía existe. En él hoy la tierra parece fertilizada por el uso popular que se le diera en otra época, hasta los noventa. La alfombra vegetal que he visto allí es la más voluptuosa de todo el barrio de las quintas. Crecen especies cuasi amazónicas, como la planta de falso café. Actualmente el camino adyacente a la casa abandonada, que era sinónimo de excitación y miedo, ha sido limpiado y sobre ese terreno se ha construido una vivienda. Un perro dóberman se encargará  de anunciarlo en caso de que un día alguien, melancólico, quiera llegar hasta el fondo en busca de algún recuerdo hecho polvo.
Han volteado parte del tapial, la tranquera desapareció y con ella el nombre perteneciente a la casa, que ahora es un fantasma entre los eucaliptos que custodian el ingreso. Ahí solía haber unos panales de avispas que problematizaban el acceso. Si bien la civilización sigue avanzando sobre el barrio, si se salvan ligeras modificaciones el refugio mítico permanece intacto. La estructura se compone de dos pisos, y parece la pieza de herramientas de una mansión que nunca existió, o el cuartito destinado en aquel entonces al obrador, de cuyos patrones poco se sabe. Dicen que su dueño original era un médico que en algún momento se fue a vivir a Italia y no volvió nunca más. El piso de arriba es un tanque de agua cúbico, que desde que recuerdo estuvo vacío y al que se podía subir por unos escalones de hierro incrustados en la pared.  Hoy todavía es posible trepar por allí, pero una cadena gruesa asegura la puerta que antes permanecía abierta a los ocasionales visitantes.  El interior de Villa Carolina está clausurado. Una enredadera posesiva abraza buena parte de las paredes exteriores, como si quisiera ingresar de todas maneras.
Adentro siempre había revistas pornográficas. En las bicicleteadas domingueras a la hora de la siesta era diversión obligada pasar por allí a relevar las huellas del derramamiento de simiente ajena. Había que proceder con cautela, se comentaba que había unos tipos que andaban en Falcon y se metían en la parte trasera  para asustar a los intrusos. Y que de noche solían encenderse fuegos profanos. Sumar todas esas versiones me había hecho concluir que para animarse a usar ese lugar como albergue transitorio había que tener hielo en la sangre.
Pero esa madrugada el Búho me había llevado hasta ahí y yo ni lo había sospechado. Fue hace tanto que aún no se había inventado el celular, y la zona estaba apenas loteada. Para conseguir los cables con los que hacer el bendito puente, tuve que empezar a caminar en tacos altos hacia la estación de servicio más cercana, mientras el Búho se quedaba insistiendo en provocarle al rastrojero esa especie de tos convulsa.
Unas loras se peleaban sobre el medidor del Club de Telefónicos, mientras yo hacía equilibrio en la tierra, entre las huellas secas de las camionetas, siguiendo la línea de tunas que prometía llevarme hacia la rotonda, como un zombie en cancanes que reclamaba la ciudad.

ESTAMOS FRITOS

Yo esperaba que pase a buscarme. El Laucha tenía mujer e hijos, así que el trámite siempre debía ser de lo más furtivo y veloz que se pudiera. Me acomodaba bastante cerca de la puerta, de modo que cuando sonaran esos toques de bocina inconfundibles ya estuviera prácticamente con un pie arriba del auto. Eran tres emisiones sonoras, bien cortitas y seguidas, pulsadas con culpa. Yo vivía a una cuadra de Urquiza, y eso constituía una ventaja para nuestra relación: apenas me subía él pegaba la vuelta a la manzana y ya estábamos sobre la ruta, listos para encarar hacia cualquier punto fuera de la ciudad.
Durante ese año había empezado a hacer furor la transmisión codificada de los partidos de fútbol, y en todo San Francisco era imposible seguir los torneos de verano. La alternativa más popular para hacerlo era trasladarse hasta Freyre, y mirar los encuentros en el Bar Central, picada de por medio. A sabiendas de que esa noche se jugaba el clásico por la Copa Desafío en Mendoza, y de que Freyre,  una de nuestras coartadas, estaría plagada de sanfrancisqueños,  habíamos arreglado para vernos a la hora de la siesta.
El Laucha había pasado al frente: tenía una casa de ropa deportiva cuya mercadería era la más codiciada por la población local. Les pagaba poco a sus empleadas, pero la empresa se había hecho una fama tal que todas morían por trabajar allí, les daba una suerte de status. Las contratadas siempre eran rubias, flacas y vestían jeans y zapatillas de marca después del primer mes de empleo, ya que compraban el uniforme a precio promocional con el sueldo de debutantes. Daba gusto verlas desfilar a lo largo de las dos cuadras que había del negocio hasta el depósito por 25 de Mayo, con ese aire de estrellas de la pasarela.
Le iba tan bien al Laucha que cada integrante de su prole tenía un auto. A la familia le gustaba intercambiarse los móviles, tenían ese berretín. En el negocio las empleadas jugaban, cada mañana, a adivinar en cuál aparecería el jefe. Cada vez que nos veíamos, él, para despistar, usaba el Fiat 600 del hijo menor.
El asfalto quemaba cuando arrancamos para Freyre por la ruta vieja, donde salvo algún camión transportador de leche o un par de ciclistas obsesionados con el promedio, no solía verse a nadie. Hacía un calor de esos que amedrentan hasta a las iguanas. Estábamos jugadísimos con la hora, a las cuatro el Laucha tenía que ir a abrir el local. Pisaba el 600 con espíritu deportivo, como si nunca se hubiera bajado del Alfa que había usado por la mañana. Tenía poca idea de fierros, era de esos que solucionan todo con plata. Era de esperar que en esas condiciones el motor recalentara.
Un poco después del puente sobre las vías viejas la Bola empezó a fallar, y finalmente se clavó. El Laucha también quedó paralizado, del pánico. Creo que por su cabeza pasaban imágenes aterradoras de la mujer, el hijo, el mecánico familiar, las empleadas. Por la mía, las anécdotas del 600 que había sido el primer auto de mi primo,  y que sus amigos, compañeros de viaje, reflotaban en los asados. Por ejemplo esa vez que se les había quedado cuando iban a una carrera de midget en Vila, y que el Tato, jactándose de ser un gran conocedor de la máquina, se bajó a revisar el nivel del aceite: apenas sacó la varilla, el aceite hirviendo le saltó a la cara como en un revival de las Invasiones Inglesas, y le dejó marcadas unas pecas que duelen todavía hoy de solo verlas. O esa otra vez, también en ruta, en que la Bola se había pasado de temperatura y para refrescarla  habían tenido que dejarle levantada la tapa, sostenida con un alambre de fardo que habían robado de un campo.
Unos gemidos me sacaron del pasado. El Laucha lloraba, con el antebrazo apoyado en el volante, que estaba impecable, tapizado en cuero. Sentí una mezcla de pena y desprecio. Con una mano en su muslo y voz piadosa intervine: “Tranquilo, lindo, seguro es el aceite, por qué no vas a fijarte.”

LA CORRIENTE

San Francisco  parecía un cuerpo humano: dos tercios de agua. No sólo las calles estaban anegadas, también el clima doméstico había llegado a su tope: pasados los  cien milímetros ya nadie respondía de sí.
El aire acusaba saturación, un humor parecido al de los condenados a cautiverio hacía peligrar a cada rato la precaria armonía familiar. La lluvia nos había obligado a la nada.
En nuestro barrio todavía no se había cortado la luz. Siempre nos jactábamos de eso, de ser en casos así unos de los últimos en padecer  la tragedia del apagón. Nuestras cuadras parecían conformar una suerte de bastión de la resistencia eléctrica. “Esa es la ventaja de tener un vecino que trabajó toda su vida en Epec”, suele decirnos mi mamá, convencida  de  que esa presencia en nuestra manzana ejerce una protección, o nos permite disfrutar de rebote de algunos privilegios. “Sí, pero a la hora de pagar la boleta somos todos chambones menos uno”, contesta a veces mi papá marcando claramente el límite de los beneficios.
En ese momento nadie tocaba el tema de la usina.
Mi mamá preparaba un revuelto de zapallitos.  Justo encima de la cocina está colocada la soga que sirve para tender la ropa adentro,  en días en los que el tiempo no acompaña. La soga recorre, casi a  la altura del techo, una trayectoria que abarca también a la mesada. Con el primer crujido de un vegetal sobre la sartén corrí a asegurarme de que ninguna de mis prendas estuviera allí colgada. Ya era tarde: a mis calzas de spinning  tan sólo les faltaba un toque de salsa de soja para que el aroma que las impregnaba pudiera catalogarse como de chop-suey.
Mi papá estaba sentado sobre la mecedora, con Gurdín, su perro ratonero, entre las pantuflas, y desde allí interpelaba con frases provocadoras al universo, con tanta vehemencia que  yo empezaba a sospechar que el universo era una excusa para que la indirecta me pegara a mí. “Por un día que no salgan no se van a morir”, “qué tanto tienen que salir a hacer porái”, gritaba desde la mecedora hacia la calle.
Resolví  prender el televisor para que otro discurso se impusiera, al menos un rato, mientras el suministro eléctrico no se cortara. A juzgar porque el noticiero local se hallaba en su apogeo, en la cuadra del canal también tenían luz. El conductor recalcaba  un mensaje a la comunidad: “Encontraron en barrio Sarmiento dos chapas patentes: EDU 428 Y FER 263. Los propietarios  deberán pasar a retirarlas  por este canal a partir del cierre de esta edición.”  Algo había escapado de la parálisis impuesta por el diluvio: unas chapas que empezaban a cobrar vida propia.
“Unos pierden la patente, otros pierden la paciencia”, profirió mi viejo hacia el cosmos, representado ahora por ese señor con flequillo que hablaba a través de la pantalla.
Entre tantos proverbios piamonteses que me llaman la atención, hay uno así: parent, amis e pieuva, tre dì e peui neuja. Pasados tres días es imposible bancarse a los parientes, a los amigos, o a la lluvia. Algo de esa información debía estar atravesando mi ADN  en ese momento, mientras esperaba el almuerzo del cuarto día.
A punto de perder los tornillos como esas patentes, deseé también, del mismo modo que ellas, ser arrancada del lugar al que estaba sujeta. Esas láminas  de metal circulaban, mientras los habitantes  de San Pancho nos guardábamos como cada vez que llovía mucho. Yo padecía esa limitación de espacio como una segunda vida intrauterina. Quería salir, sentir una vez cómo es dejarse llevar por el río. Aunque sea el de la catástrofe,  ya que la hidrografía no permite otro. En San Francisco siempre será todo un tema que falte la corriente.

DE GIRA SIN GPS

-Y, al rock lo tiene en los genes- dice su papá treintañero, con una mueca de orgullo.
Al rock o al menos a la vocación de groupie, pienso.
Él está de pie y su hija, una rubiecita con bucles sentada sobre sus hombros, mira extasiada hacia el escenario donde se lleva a cabo la fecha de cierre del festival de rock más importante de la ciudad.
Por esa misma plataforma, hace un rato, pasó la banda Eureka Ortiba, que culminó su performance con un sentido saludo de su vocalista femenina a San Francisco: “¡Gracias por todo, Rafaela!”
Ahora está tocando la banda principal, Machaké Tukachu, traída desde Buenos Aires.
La nenita de rulos color del sol alarga su brazo como un hada extiende su varita mágica, parece querer acariciar el aura atormentada del cantante de Machaké, que grita como una bestia en el momento previo al degüello. Él la percibe, de reojo, y continúa: no hay gesto de ternura capaz de apagar el incendio en esas cuerdas vocales.
-¡Dale, saltemos todos, hasta que San Martín de baje de la estatua y se largue de nuevo a cruzar los Andes!
El público que colma la Plaza Cívica obedece a la arenga y el pogo explota. Al caballo de San Martín, en el monumento, no se le mueve un pelo.
Papá y niña conforman una dupla vertical rebotando. El brazo de la pequeña insiste, a pesar de los cimbronazos, en señalar al cantante.
La canción termina y mientras respiramos ese vapor sublime que suele dejar el pogo, el líder de la banda entra en una de las habituales disgresiones que las estrellas como él utilizan, también, para tomar aire.
-Esta tarde mi amigo Matías me llevó a hacer un tour por la ciudad, estuve tomando algo en Las Chatitas, después me sacó por la ruta. Ahí vi un cartel que decía “a Mar Chiquita”. ¿Saben que mi vieja es de Marull?
La gente lo festeja, agradece eufórica la revelación de esa confidencia geográfica.
-Acá está lleno de gringos piamonteses…
La adrenalina en escalada se puede oler.
-¡Aguante la inmigración! – lanza, como grito de guerra.
Se hace difícil rechazar la hostia de la demagogia.
- ¡Dale! ¡Siamo tutti al concerto questa sera! ¡Dale! ¡Dai, dai!
La efusividad en el público llega a su pico de salvajismo.
-¡Dale, dale!-insiste el cantante.
Algunos tratan de juntar los restos de voz que les quedan para calmar la urgencia del rockstar, y responder en espejo, a modo de mantra, con el “dale”. Con ese lenguaje unario podrían pasarse la noche dialogando, pasándose el término de un lado a otro como si de una pelota de waterpolo se tratara. Dale que va, dale que viene.
-¡Dale, dale San Antonio!
Me pregunto si la rebosante agenda de las bandas exitosas es la causa de que San Francisco esta noche no tenga nada de especial, que de lo mismo que Rafaela o San Antonio. Me consuelo a medias, pensando que al fin y al cabo el rock está en todas partes, y miro a la niña con cierta envidia de su candidez también: a su edad todavía no tiene la posibilidad de decepcionarse ante estas cosas. De hecho, sus ojos siguen endiosando a ese líder desbordante de testosterona con la misma vehemencia que en el minuto cero.
El padre la despega de sus hombros y la extiende como una prolongación de sus brazos, para elevarla aún más, en dirección al firmamento del rock. Está dispuesto a entregar la carne de su carne como ofrenda sagrada.  Pienso en aquellos que dicen que la música es para los que no quieren sacrificarse.
En su paneo ávido, la mirada del cantante de Machaké repara en ella.
-Miren si no a esa nena, toda rubiecita, no me pueden decir que no es piamontesa...- arrastra el gentilicio con tono lascivo, y el pecho  del papá, un morocho condenado al lado B de San Francisco, se inflama de honra, de redención: sus entrañas le confirman lo vital de haber elegido a una gringa para tener familia.

UNA COSA DE OTRO MUNDO

Dicen los brujos que la fase de luna llena es un tanto especial. Anochecía ya ese sábado y yo iba en bici por Libertador (N) a la casa en donde estaban mis amigos, para resolver qué haríamos más tarde. Cuando me detuve en el semáforo frente a la plaza Cívica pude divisarla, parecía arder por detrás del monumento a San Martín, infiltrada todavía por algunos rojos de la tarde: un lunón infernal. Aproveché que su presencia me había hecho enderezar la vista y en forma alternada me hice crujir las cervicales, con una mano en el manubrio y la otra sobre un lado del cráneo: los adoquines de la parte céntrica de Libertador (N) sumados a una bicicleta sin suspensión arman un combo capaz de abreviarle la vida útil a cualquier columna. Cuando el semáforo dio verde y seguí, no pude evitar la tentación: subí por la rampa para discapacitados y crucé la plaza, que milagrosamente  se hallaba desierta, en cinco segundos supersónicos. El cielo animaba a sentirse con poderes biónicos, o intentar una velocidad de otro mundo.
Un rato después llegué a lo de mis amigos. Estaban en el patio trasero de la casa, también colgados mirando la luna.  Menos el Huguito, que  parecía  estar intentando estrangular a una  botella de vino vacía. “Hace dos horas que la tiene con eso”, me explicó la Nati en voz baja. “Está con ese truco que vio en You Tube para cortar una botella con un piolín, pero todavía no se enteró de la parte en que al hilo hay que prenderle fuego, la quiere ahorcar así nomás, de bruto que es”. Deduje que, cualquiera fuera el recipiente en el que se impusiera beber, aquella  habría  de ser una noche de fernet. Fui a la cocina a buscar un vaso que garantizara mi integridad bucal, en caso de que los influjos lunares le otorgaran a Huguito la potestad de traspasar la materia.
El resplandor que llegaba por la ventana alteraba la apariencia de la mesada de granito. Las vetas rosadas,  pasadas por ese filtro, cobraban una iridiscencia que me hizo pensar en las imágenes del suelo de Marte. Definitivamente se trataba de una noche rara.
 Quizás una noche  parecida a esa, pensé, había inspirado  a un grupo de amigos,  allá por el comienzo de los años ochenta, para pergeñar el famoso  “episodio de las pisadas marcianas”, que tuvo en vilo a todo San Francisco durante varios días. En buena parte de las calles y paredes de la ciudad habían aparecido  unas huellas  que sólo podían reconocerse como las de un extraterrestre. La intriga se acrecentaba  y lo habría seguido haciendo de no ser por el incendio del molino Boero, ocurrido en una fecha bien cercana. Uno de los testigos del accidente, el empleado de la estación de servicio que se hallaba enfrente, dijo haber visto al marciano saliendo de las instalaciones en llamas. Lo hizo con tanta vehemencia que el identikit del enano orejudo que él supo describir  fue publicado en el diario local. A partir de eso, los por entonces niños dormíamos con las persianas bajas en pleno verano.
Recién volvimos a dejar entrar el aire cuando hallaron al principal responsable del “operativo pisadas”:  el hijo de un conocido militar que vivía en la Fábrica. Justamente allí, en la Fábrica Militar, es donde habían detectado una diferencia en stock del ácido que el chico había usado para imprimir las huellas. Lo habían delatado las marcas que el ácido dejara en el trayecto del depósito en la fábrica hasta su casa dentro del predio. Cuando los investigadores llegaron, en la piecita de las herramientas todavía estaban, teñidos de marcianidad, los zancos que, anexados a los pedales de su bicicleta, habían conformado el dispositivo  que él y sus amigos  usaron esa vez, una noche en la que habían querido sentirse de otro planeta.