lunes, 19 de noviembre de 2012

DE GIRA SIN GPS

-Y, al rock lo tiene en los genes- dice su papá treintañero, con una mueca de orgullo.
Al rock o al menos a la vocación de groupie, pienso.
Él está de pie y su hija, una rubiecita con bucles sentada sobre sus hombros, mira extasiada hacia el escenario donde se lleva a cabo la fecha de cierre del festival de rock más importante de la ciudad.
Por esa misma plataforma, hace un rato, pasó la banda Eureka Ortiba, que culminó su performance con un sentido saludo de su vocalista femenina a San Francisco: “¡Gracias por todo, Rafaela!”
Ahora está tocando la banda principal, Machaké Tukachu, traída desde Buenos Aires.
La nenita de rulos color del sol alarga su brazo como un hada extiende su varita mágica, parece querer acariciar el aura atormentada del cantante de Machaké, que grita como una bestia en el momento previo al degüello. Él la percibe, de reojo, y continúa: no hay gesto de ternura capaz de apagar el incendio en esas cuerdas vocales.
-¡Dale, saltemos todos, hasta que San Martín de baje de la estatua y se largue de nuevo a cruzar los Andes!
El público que colma la Plaza Cívica obedece a la arenga y el pogo explota. Al caballo de San Martín, en el monumento, no se le mueve un pelo.
Papá y niña conforman una dupla vertical rebotando. El brazo de la pequeña insiste, a pesar de los cimbronazos, en señalar al cantante.
La canción termina y mientras respiramos ese vapor sublime que suele dejar el pogo, el líder de la banda entra en una de las habituales disgresiones que las estrellas como él utilizan, también, para tomar aire.
-Esta tarde mi amigo Matías me llevó a hacer un tour por la ciudad, estuve tomando algo en Las Chatitas, después me sacó por la ruta. Ahí vi un cartel que decía “a Mar Chiquita”. ¿Saben que mi vieja es de Marull?
La gente lo festeja, agradece eufórica la revelación de esa confidencia geográfica.
-Acá está lleno de gringos piamonteses…
La adrenalina en escalada se puede oler.
-¡Aguante la inmigración! – lanza, como grito de guerra.
Se hace difícil rechazar la hostia de la demagogia.
- ¡Dale! ¡Siamo tutti al concerto questa sera! ¡Dale! ¡Dai, dai!
La efusividad en el público llega a su pico de salvajismo.
-¡Dale, dale!-insiste el cantante.
Algunos tratan de juntar los restos de voz que les quedan para calmar la urgencia del rockstar, y responder en espejo, a modo de mantra, con el “dale”. Con ese lenguaje unario podrían pasarse la noche dialogando, pasándose el término de un lado a otro como si de una pelota de waterpolo se tratara. Dale que va, dale que viene.
-¡Dale, dale San Antonio!
Me pregunto si la rebosante agenda de las bandas exitosas es la causa de que San Francisco esta noche no tenga nada de especial, que de lo mismo que Rafaela o San Antonio. Me consuelo a medias, pensando que al fin y al cabo el rock está en todas partes, y miro a la niña con cierta envidia de su candidez también: a su edad todavía no tiene la posibilidad de decepcionarse ante estas cosas. De hecho, sus ojos siguen endiosando a ese líder desbordante de testosterona con la misma vehemencia que en el minuto cero.
El padre la despega de sus hombros y la extiende como una prolongación de sus brazos, para elevarla aún más, en dirección al firmamento del rock. Está dispuesto a entregar la carne de su carne como ofrenda sagrada.  Pienso en aquellos que dicen que la música es para los que no quieren sacrificarse.
En su paneo ávido, la mirada del cantante de Machaké repara en ella.
-Miren si no a esa nena, toda rubiecita, no me pueden decir que no es piamontesa...- arrastra el gentilicio con tono lascivo, y el pecho  del papá, un morocho condenado al lado B de San Francisco, se inflama de honra, de redención: sus entrañas le confirman lo vital de haber elegido a una gringa para tener familia.

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