Visitas Intimas
lunes, 17 de diciembre de 2012
EFECTOS DEL PORNO EN LA SALUD
El papá de la Viqui era oftalmólogo. Aquella tarde lo vimos transpirar y gesticular a más no poder. Aseguraba que ese librito que habíamos encontrado en su mesita de luz, cuando con la Viqui revisamos, tenía que ver con su profesión.
Nos recalcaba la importancia de ese material ilustrativo y al mismo tiempo nos retaba; no sé qué era lo que nos hacía más efecto, si la explicación o el reto. Creo que este último, ya que la explicación hacía agua: ¿por qué un oculista necesitaba tantas fotos de cuerpos humanos desnudos, si en casi ninguna se veían los ojos? Algo no nos cerraba, pero nos daba apuro decirle algo a la Viqui, y además el papá seguía nervioso.
Tuvimos una penitencia que duró hasta el día siguiente, cuando volvimos otra vez a juntarnos en el garaje de esa casa. Teníamos un juego que era el de “dar la ostia”, nos lo habíamos inventado de tantas veces que íbamos a la misa de la Cristo Rey. Estábamos en el primer año de catequesis. Casi siempre la prima de la Viqui hacía de cura, las demás avanzábamos en fila y ella, ante cada una, partía una galletita de leche para que dijéramos amén. Usaba un florero de cáliz.
Estábamos en eso cuando la mamá de la Viqui entró, tan compenetrada con su misión que ni vio que estábamos comulgando, lo cual habría causado el segundo reto de la semana. Nos trajo un libro y nos dijo que quería que conversáramos. El libro que nos mostró tenía cuerpos humanos también, pero separados unos de otros, y con más órganos. No eran como los del manual de estudio del papá de la Viqui, donde todo parecía tener más vida. La mamá se puso a contarnos unas cosas que nos sonaron horribles, al punto que nos prometimos que el día que tuviéramos marido nos íbamos a duchar siempre en malla, para que no nos agarraran desnudas como en el libro.
A la tarde siguiente nos dieron ganas de ir a hablar con los varones del barrio, que se juntaban en un campito, al lado del club Mayo. Nos sentimos medio tontas: ellos manejaban todos esos temas, como si estudiaran. El que más hablaba era el Facu. Contó cómo en el campito habían hecho un pozo, para guardar y tapar con tierra las revistas de oftalmología que lograban reunir. Y también que las desenterraban y se las llevaban para estudiarlas al campo de deportes de los Maristas, después de la hora de educación física. Casi todas las revistas tenían la etiqueta del quiosco Maula, al que iban en bici, a hacerse amigos que los dejaran colarse en los cines donde podían avanzar en conocimiento. Había uno que ahora es un templo evangélico. Otro se llamaba La Perla, pero era oscuro y quedaba por 9 de Julio. Ahí pasaban películas toda la noche. Y también estaba el Colón, pero ahí eran dos las películas nada más, en continuado. El Facu nos dijo que una vez había caído la Policía justo en el intervalo, cuando apenas habían visto la parte de arriba del cuerpo humano, porque la primera película siempre era aburrida. En el hall del cine les habían tomado los datos, para citarlos con los padres, que era la parte más humillante. Así que tuvieron que irse, pero se descargaron tirando bombitas de olor en las confiterías del centro.
El Facu hablaba de secretos tan lindos como las verdades. Esa tarde empecé a enamorarme de él. Cada vez que intento volver a saber de su vida no logro que nadie me ayude con un dato. Pero por esto mismo voy, sin querer, enterándome del presente de algunos otros que eran del barrio. Sé, por ejemplo, que hay dos que hoy son doctores
lunes, 3 de diciembre de 2012
UN FANTASMA DE LOS NUESTROS
Cuando Enterprise cerraba, a la medianoche, los que
habitualmente se internaban allí hasta la hora tope se quedaban con gusto a
poco. Nadie aceptaba tan temprano el game over. Esa vez eran veinte, todos
menores, y decidieron meter una ficha más.
Ni bien las máquinas entraron en reposo, el grupo peregrinó
a pie desde la sala de flippers, que estaba en el centro, hasta el cementerio.
La expedición tenía un fin terapéutico: querían sacarse ese miedo a que exista
algo después de la muerte.
El acceso al lugar estaba apenas impedido por una cadena, que
franquearon. Y como medida de seguridad, se separaron en dos grupos para la
inspección territorial. Cada cuadrilla completó su recorrido. Al reencontrarse
y cotejar los hallazgos resultó que nada, excepto la cantidad de gatos, los
había asombrado. Eso había sido todo en la primera visita, y no alcanzaba. Así
que no podía ser la última.
A la noche siguiente los cuerpos estaban más ávidos de
adrenalina, así que fue necesario reforzar las filas. Entre las dos escuadras
sumaban alrededor de cincuenta, dispuestos a enfrentar el más allá usando el
juego de las escondidas.
Corrieron y liberaron química adolescente por los pasillos
hasta cansarse. Para algunos fue el límite. “Hay que proceder con respeto”,
solía advertir en su programa radial, por la época, Román, el vidente médium.
Román decía que podía curar con los mensajes de los espíritus: era famoso por
eso y porque atendía en silla de ruedas. Cuando trazaba con la mano derecha en
el aire sus pases ante los clientes, el brillo fulminante de su anillo de oro los
hipnotizaba.
Los que por dentro le hicieron caso a Román se despidieron ahí para no volver. Para
los otros hubo una noche más.
El Chiqui tenía cada tanto unos raptos mesiánicos. Así que para
él era ideal hacer resucitar algo al tercer día: el traje de fantasma que había
usado en la fiesta de quince de su hermana. Quería asustar a uno de la banda
que se las daba de curtido.
Dejó que los diecisiete ingresaran y cuando se aseguró de estar
bien a la retaguardia se puso el disfraz. Tenía todo calculado: iba a
esperarlos hasta que tuvieran que regresar, y entonces se les aparecería en la
puerta del cementerio para impedirles la salida, y también para que la huida
sólo fuera posible hacia el interior del cementerio, de modo que esto los
aterrorizara aún más. Pero escuchó el ruido de un motor que lo hizo mirar hacia
9 de septiembre, e identificó de inmediato al conductor de ese auto importado.
Era alguien que se merecía un buen susto. Así que el fantasma giró y salió a la
vereda.
Una hora después, cuatro R12 de la jefatura y un Falcon de
investigaciones buscaban a los chicos cerca del predio. Ellos se quitaron las
remeras y se largaron a correr. Pasaron estoicos
delante de los móviles. Fingían ser futbolistas al regreso de una
práctica. Recién pararon a desquitarse de la risa en una esquina de las 800, a
la que finalmente llegó la policía. Esa noche que pasaron en la comisaría no
pudieron perder el miedo, pero al menos se enteraron del origen de la denuncia.
Un operario que salía de hacer extras en una fábrica del Parque Industrial,
había pasado en bici en el pico exhibicionista del espectro. El instinto de
supervivencia no le había permitido controlar la vejiga, pero sí seguir
pedaleando hasta poder llegar, y desembuchar lo que sus ojos habían visto: el
fantasma de vida ultraterrena más breve, por lo que se sabe, que hubo en la
ciudad.
martes, 27 de noviembre de 2012
TRAEME ALGO DE MAUI
Todo en el local hacía juego con aquella década en la que
viajar a lugares exóticos era el súmmum. Para empezar, el nombre, que es el de
una isla hawaiana. Mucho antes de que a Alan Faena se le ocurriera provocar con
el blanco, éste ya reinaba en Maui por decisión de su dueño, Víctor. Las jaulas
colgantes donde tucanes y cotorras australianas experimentaban atónitos la
noche tenían ese color de la buena cocaína. Pero el apogeo del blanco era el
piano, emblema del boliche, que sonaba en veladas de especial inspiración.
También hubo allí una maravillosa cascada que invitaba a
dejarse aflorar. Al menos esto recuerdan varios, desde ese abismo que se crea
entre las neuronas, que vienen en cantidad limitada, y la noche, que siempre
será infinita. De esto sabía el Víctor. Como si sus emprendimientos fueran un
homenaje a esa continuidad de las noches, la historia de cada uno de sus negocios puede
contarse por la del anterior, y la de
ese anterior por otro más antiguo en la cadena, y el hilo no se cortaba.
Por eso hoy resultaría extraño hacer memoria de Maui sin citar
a sus hermanos mayores, Macao y Carlos V, en orden ascendente de edad. Si bien
la propuesta varió en cada caso, entre las tres hay otro lazo por el cual no se
pueden contar por separado. Ese nexo es, curiosamente, la carta de sándwiches,
que fue de una ruptura total con el pasado sanfrancisqueño, en el que las
minutas no tenían nombres propios.
El menú ideado en Carlos V cruzó los años ochenta en Macao y
explotó en Maui en los noventa, quizás por esos alias que eran guiños a la idea
de viajar.El Jumbo fue el hit del que se apropió la popular. Hoy nadie logra
enumerar la totalidad de los ingredientes que lo hacían fatal, pero todos
coinciden en su cualidad de interminable. Los más rigurosos sostienen que eran
tres lomitos de cerdo los que propinaban el knock out. Después del Jumbo, otros nombres foráneos
abrían el apetito: el Merecumbé, el California, por ejemplo, y el Canadiense, una
afrenta al paladar tradicional de la época, porque incluía ananá, palmitos y
salsa golf. Como contrapeso resignado otros nombres ejercían la resistencia
nacionalista: el Juanacho, el Boyero,el Federal y el Superfederal. Los platos sesgaban
a los consumidores por presupuesto. Los pasatiempos, por edad.
La entrada a Maui era celebrada porque uno podía sentarse
allí sin pagar. Fue “la vidriera” por excelencia desde donde mostrarse y contemplar
las vueltas motorizadas al centro.
La distribución en el interior era así: a la derecha, la
falta de experiencia y los jueguitos electrónicos. De retumbar hoy en las
paredes de lo que fue Maui sus sonidos espantarían por lo primitivos: Out Run,
Pacman, Tetris, Street Fighter y G. I. Joe. El domingo era el día para exhibir
las mejoras en la performance, logradas ahí mismo durante la semana, en las
chupinas. A la izquierda, el alarde de baqueta y el pool. Todo en el fondo,
donde también funcionaba un bowling, al principio. Más adelante éste habría de
transformarse en un sitio para recitales, que tuvo aguante suficiente para
Juanse y Pappo juntos, y al que los de Memphis la Blusera desearon volver.
Pero hoy no se puede volver a Maui, salvo con el recuerdo,
que defrauda como viaje, porque uno queda igual. Murió Víctor. Está el lugar
común de que la muerte es un viaje. Ya no está Maui, que fue un lugar en común. Y la fantasía: que de su viaje Víctor se traiga alguna novedad. Porque nadie
duda sobre hacia dónde se dirige: seguramente,
a un paraíso infernal.
lunes, 19 de noviembre de 2012
VIAJE DE IDA
Un ruido de cristales rotos interrumpió la siesta del
contador, que se levantó resignado, más que sobresaltado. Ya estaba dentro de todo acostumbrado a
despertarse con esos contratiempos: vivía justo enfrente del campito donde los
sábados se disputaba el clásico del barrio.
Cada tanto un pelotazo mal encaminado iba a parar a su domicilio.
El elemento contundente aquella vez no había sido un
“fútbol”. Cuando el contador se dirigió al lugar de los destrozos encontró, sobre el piso del comedor, un búmeran.
Es que la canchita servía también para otros fines
recreativos. Eran famosas, por ejemplo, las carreritas de karting que se
disputaban alrededor del mismo perímetro, y que cada tanto terminaban en un
hecho de sangre. Algunos todavía no pueden borrarse la imagen de los dedos del
hermanito del Cala, una vez que pudo sacar la mano que le había quedado
atrapada entre los rulemanes.
La del búmeran era otra de las distracciones polémicas.
Justamente el Cala había sido el que lo arrojara esa tarde, para luego sufrir la
gran decepción de que el objeto no cumpliera con su ley constitutiva: fue pero
no volvió. Y el Cala se quedó sin su fetiche, ya que nadie en el barrio se
animaba a tocar el timbre de esa casa.
El contador era hombre de pocas palabras y aborrecía exhibir
sus emociones en público, así que cuando halló el búmeran, resopló algo que pareció una risa, y guardó la prueba
del delito en un estante donde conservaba, por las dudas, distintos recuerdos de hechos complicantes.
En el fondo para él esos incidentes eran problemas menores.
Esa semana había discutido con un cliente, que desoyendo sus consejos para el
lavado de activos se había comprado tres cero kilómetro iguales en una agencia
de Devoto, y ahora los acreedores andaban detrás de él.
Además sabía que la casa que habitaba, y que él había
mandado a construir, era vulnerable por naturaleza: estaba hecha casi en su
totalidad de vidrio. Como si saldara una cuenta pendiente con la transparencia,
todo lo que había detrás del portón que oficiaba de muralla tenía cristal, en
gran cantidad. El que había llevado a cabo el proyecto era el arquitecto que
tradicionalmente encaraba las ideas más vanguardistas en San Francisco.
Los conocidos del contador solían bromear acerca de esa ostentación
de asepsia. Incluso habían bautizado “el consultorio” a su oficina contable, en
la que aplicaba normas de higiene dignas de un odontólogo. Allí también había
signos de su obsesión por el vidrio: el escritorio estaba montado sobre un
enorme acuario. Los peces burbujeaban debajo de los balances. No cualquiera
entraba al consultorio.
Esa tarde, cuando el contador depositó el búmeran al lado de
trozos de ladrillo, pelotas de diversos tipos y zapatillas de un solo pie, vio
también una delicada rosa hecha en origami. Y tuvo otra vez un pensamiento para
Nati. Nati había sido su alumna durante
el secundario, en las horas de práctica contable. Y cuando estuvo en primer año
de la facultad, había recurrido a él porque en Economía le pedían el libro de
Mochon y Becker, y la librería técnica
de la ciudad demoraba en traerlo. Nati siempre le había parecido hermosa. Y él
contaba con ese libro, entonces flamante.
La rosa que en retribución ella le había regalado, ahora en
el estante, le acercó de nuevo, por segundos, el perfume de Nati en su primera entrada triunfal al
consultorio. Ese perfume escalofriante, a diferencia del búmeran del Cala, volvía una vez más, y pareció que iba a volver
siempre.
LA TRASNOCHE DEL CANAL
El cadáver del médico apareció cuando ya estaba prácticamente
cocinado el caso, y bastante lejos del lugar donde decían que se había
suicidado.
Era una noche de principios de verano. El Ití, el Fuin y el Lanza habían ido a pescar anguilas a un punto que queda cerca de Colonia Prosperidad, cuyas coordenadas resultan uno de los secretos mejor guardados por los aficionados a las expediciones nocturnas. Allí corren, por un lado, las aguas provenientes de la laguna de tratamiento de líquidos residuales de San Francisco, y, por el otro, las del canal que se origina en Quebracho Herrado, en el que se desagotan unos cuantos campos de la zona.
Además de los implementos de pesca y las petacas para mantener la vigilia, habían llevado un telescopio: es que los paisanos de Prosperidad se jactan de contar con el cielo más lindo del este cordobés. El Lanza se había ocupado de montarlo, a un costado del puente que cruza el canal, y de dejarlo listo para el avistaje. Pero no era el más indicado para las tareas que involucraran motricidad fina: de hecho, se había ganado su apodo en la época en que solía ir a entrampar con los amigos del barrio. Cuentan que en el camino se les cruzó una comadreja, y que se divirtieron un buen rato haciéndola disparar de un lado a otro, amenazándola con distintos objetos. Hasta que el Lanza, parece, se cansó del juego y la atravesó de punta a punta con el palo de escoba afilado que portaba siempre en las excursiones, y que le había manufacturado el padre, para cuando tuviera que defenderse.
El Lanza hizo honor a sus antecedentes de torpeza. El telescopio quedó mal armado, y si bien ninguno de los tres se privó de observar lo que en teoría era el Lucero, lo que se percibía a través de la mira era un cuerpo irreconocible por lo deforme.
Los que sí, por fuera del telescopio, plateados por la luz lunar, podían divisarse, eran los círculos de agua que ocupaban distintas partes de los campos, ya que hacía poco que la lluvia se había desquitado. El flujo en el zanjón era turbulento, y los amigos temieron que el ruido de la corriente mantuviera lejos a las anguilas. De todos modos prepararon las estacas. El Ití se embadurnó una mano con un trozo de grasa y restos de carne, y la metió en el agua para sondear la orilla. Mientras la deslizaba tratando de detectar alguna cueva, las mojarras le daban chuponcitos que apenas lo inquietaban. Del otro lado las líneas ya estaban tiradas.
Dicen que es mejor, para el éxito de la pesca, que la carne que se lleva al anzuelo esté un poco podrida, por eso los tres aguantaban ese olor nauseabundo sin decir nada. Hasta que se potenció y se tornó innegable: esa hediondez era de origen humano. El Fuin encendió la linterna, apuntando al voleo. En el recorrido del haz por el aire se veían cúmulos de los mosquitos que los venían atenazando sin tregua. Luego la luz hurgó en el pasto hasta que confirmó la sospecha: un bulto overo y brillante estaba enquistado en el barro. Su superficie recordaba en algo a la piel de las anguilas, pero se trataba de un hombre muerto.
Días después los resultados de la autopsia aportaron algunos datos, los suficientes para constatar que se trataba de él, aunque otras cosas nunca cerraron. En esos días habían ocurrido tres suicidios más, y los sanfrancisqueños empezaban a entremezclar los casos al rumorear.
A partir de esa noche el Lanza cambió su arma característica por una con pólvora. Y más de una vez se preguntó cómo sería posible, si se tratara de un suicida, darse con ella misma un disparo.
Era una noche de principios de verano. El Ití, el Fuin y el Lanza habían ido a pescar anguilas a un punto que queda cerca de Colonia Prosperidad, cuyas coordenadas resultan uno de los secretos mejor guardados por los aficionados a las expediciones nocturnas. Allí corren, por un lado, las aguas provenientes de la laguna de tratamiento de líquidos residuales de San Francisco, y, por el otro, las del canal que se origina en Quebracho Herrado, en el que se desagotan unos cuantos campos de la zona.
Además de los implementos de pesca y las petacas para mantener la vigilia, habían llevado un telescopio: es que los paisanos de Prosperidad se jactan de contar con el cielo más lindo del este cordobés. El Lanza se había ocupado de montarlo, a un costado del puente que cruza el canal, y de dejarlo listo para el avistaje. Pero no era el más indicado para las tareas que involucraran motricidad fina: de hecho, se había ganado su apodo en la época en que solía ir a entrampar con los amigos del barrio. Cuentan que en el camino se les cruzó una comadreja, y que se divirtieron un buen rato haciéndola disparar de un lado a otro, amenazándola con distintos objetos. Hasta que el Lanza, parece, se cansó del juego y la atravesó de punta a punta con el palo de escoba afilado que portaba siempre en las excursiones, y que le había manufacturado el padre, para cuando tuviera que defenderse.
El Lanza hizo honor a sus antecedentes de torpeza. El telescopio quedó mal armado, y si bien ninguno de los tres se privó de observar lo que en teoría era el Lucero, lo que se percibía a través de la mira era un cuerpo irreconocible por lo deforme.
Los que sí, por fuera del telescopio, plateados por la luz lunar, podían divisarse, eran los círculos de agua que ocupaban distintas partes de los campos, ya que hacía poco que la lluvia se había desquitado. El flujo en el zanjón era turbulento, y los amigos temieron que el ruido de la corriente mantuviera lejos a las anguilas. De todos modos prepararon las estacas. El Ití se embadurnó una mano con un trozo de grasa y restos de carne, y la metió en el agua para sondear la orilla. Mientras la deslizaba tratando de detectar alguna cueva, las mojarras le daban chuponcitos que apenas lo inquietaban. Del otro lado las líneas ya estaban tiradas.
Dicen que es mejor, para el éxito de la pesca, que la carne que se lleva al anzuelo esté un poco podrida, por eso los tres aguantaban ese olor nauseabundo sin decir nada. Hasta que se potenció y se tornó innegable: esa hediondez era de origen humano. El Fuin encendió la linterna, apuntando al voleo. En el recorrido del haz por el aire se veían cúmulos de los mosquitos que los venían atenazando sin tregua. Luego la luz hurgó en el pasto hasta que confirmó la sospecha: un bulto overo y brillante estaba enquistado en el barro. Su superficie recordaba en algo a la piel de las anguilas, pero se trataba de un hombre muerto.
Días después los resultados de la autopsia aportaron algunos datos, los suficientes para constatar que se trataba de él, aunque otras cosas nunca cerraron. En esos días habían ocurrido tres suicidios más, y los sanfrancisqueños empezaban a entremezclar los casos al rumorear.
A partir de esa noche el Lanza cambió su arma característica por una con pólvora. Y más de una vez se preguntó cómo sería posible, si se tratara de un suicida, darse con ella misma un disparo.
FAN DE LA MONA
En San Francisco hay más de 80 monos en cautiverio. Eso asegura la Briyit. La Briyit trabaja a tiempo completo en la Protectora de Animales. Es por eso que se ganó ese alias entre los vecinos del barrio , que se entretienen viendo cómo mascotas de todo tipo, a lo largo de cada día, ingresan y luego abandonan su imponente residencia, como si de un Gran Hermano faunístico se tratara.
La Briyit sabe de sobra quiénes son los dueños de esos monos, pero por el bien de la vida en comunidad prefiere no decirlo. Aunque cuenta, sin dar nombres, cosas horripilantes. Como la forma en que morían, cada dos por tres, esos monitos que traía a San Francisco, de sus viajes por Chaco, un reconocido empresario textil. Los susodichos se escapaban por la terraza de la elegante casa de dos pisos en el norte de la ciudad, y en sus tropelías por los techos contiguos se prendían de todo cable que encontraran, con uñas y dientes, hasta hallar la electrocución. A veces, como consecuencia, parte de esa cuadra se quedaba sin luz.
La Briyit se escandaliza cuando lo menciona, pero hace esta salvedad: al menos los tenían sueltos. Es que ella pregona un cambio de conciencia, y lo hace con el ejemplo: su mona anda por donde se le canta, y se llama Libertad. Hace poco fue a lo del Púa a que le tatuara ese nombre en el omóplato derecho, porque el izquierdo ya lo tenía ocupado con los apodos de una tortuga de agua y de un perro callejero. Dice que el Púa, que no siente tanto la influencia de Greenpeace sino que es más del palo del rock (se ganó su fama de tatuador en la época de Bulldog y otras bandas cuyas remeras se vendían en un local de la galería Bucco), ni se imaginó que era por la mona. “La hermana hermosa”, le había dicho, con una sonrisa narcótica.
Libertad es un regalo que le hizo a la Briyit su marido, para un 29 de abril. La mona hace honor a su nombre en un radio que abarca unas tres cuadras en torno a su morada. Casi todos los habitantes de ese barrio, que queda detrás de una iglesia coqueta, tienen piscina en el patio de la casa. Libertad se divierte desconociendo los límites territoriales para robar algún flota-flota, y luego blandir el gomoso elemento parada sobre cualquier tapial, en un gesto que parece un pedido de rescate. Los fines de semana en los que la pareja se va a las sierras, se dedica a lamer asados en las parrillas ajenas o a vaciar fruteras de los vecinos. “Está acostumbrada a hacer lo que quiere”, se disculpa la Briyit cada vez que alguna víctima se lo comenta. Y a veces opta por llevársela en el auto mientras hace los mandados, para que la situación barrial no pase a mayores.
Al arquitecto motoquero de la otra cuadra, por ejemplo, ya lo tiene de hijo. En su casa hay una planta tropical que dicen que es la predilecta de los simios. La mona aprovecha toda oportunidad que se le presente para intentar un saqueo del árbol. El arquitecto dio órdenes firmes de que la echen. Libertad es rencorosa y desde algún punto cercano ejecuta su venganza, que consiste en defecar y luego arrojar de a uno sus macizos excrementos como piedras a la anatomía de quien sea que se halle en el parque de “la mansión hostil”. Pero la Briyit tiene un sonrisa tan radiante que es capaz de ablandar al arquitecto o a cualquiera.
Incluso a su veterinario, a quien la une una deuda eterna, imposible por lo frondosa, de pagarse con dinero, y que ella va atenuando con regalos. Con el último paquete el veterinario se había ilusionado: el presente venía en una caja de microondas, y él no tenía ese electrodoméstico. Pero adentro había un chimpancé embalsamado. “A ese no pude salvarlo”, habría de confesarle más tarde la Briyit.
VILLA CAROLINA
“Ahora
nos va a tocar hacer un puente”, dijo el Búho. La hora acrobática del
amor ya había pasado y no se trataba de una postura pasional a ejecutar:
el rastrojero se había quedado. Lo dejé al Búho forcejeando inútilmente
contra las leyes de la electromecánica y bajé a tomar aire. Ahí comencé
a percatarme del lugar en el que nos encontrábamos. La luz del
amanecer, gradual pero incisiva, me mostró la composición del suelo que
pisaba. Decenas de preservativos tirados resplandecían con los primeros
rayos de la mañana. Parecían brotar de la maleza como sombreros húmedos
por el uso; ese color amarillento con el que manchaban el verde les
daba, de lejos, una apariencia de hongos de campo. Mi sospecha se
confirmó apenas giré hacia la derecha para leer el nombre inscripto en
la tranquera: estábamos en Villa Carolina.
El sitio todavía existe. En él hoy la tierra parece fertilizada por el uso popular que se le diera en otra época, hasta los noventa. La alfombra vegetal que he visto allí es la más voluptuosa de todo el barrio de las quintas. Crecen especies cuasi amazónicas, como la planta de falso café. Actualmente el camino adyacente a la casa abandonada, que era sinónimo de excitación y miedo, ha sido limpiado y sobre ese terreno se ha construido una vivienda. Un perro dóberman se encargará de anunciarlo en caso de que un día alguien, melancólico, quiera llegar hasta el fondo en busca de algún recuerdo hecho polvo.
Han volteado parte del tapial, la tranquera desapareció y con ella el nombre perteneciente a la casa, que ahora es un fantasma entre los eucaliptos que custodian el ingreso. Ahí solía haber unos panales de avispas que problematizaban el acceso. Si bien la civilización sigue avanzando sobre el barrio, si se salvan ligeras modificaciones el refugio mítico permanece intacto. La estructura se compone de dos pisos, y parece la pieza de herramientas de una mansión que nunca existió, o el cuartito destinado en aquel entonces al obrador, de cuyos patrones poco se sabe. Dicen que su dueño original era un médico que en algún momento se fue a vivir a Italia y no volvió nunca más. El piso de arriba es un tanque de agua cúbico, que desde que recuerdo estuvo vacío y al que se podía subir por unos escalones de hierro incrustados en la pared. Hoy todavía es posible trepar por allí, pero una cadena gruesa asegura la puerta que antes permanecía abierta a los ocasionales visitantes. El interior de Villa Carolina está clausurado. Una enredadera posesiva abraza buena parte de las paredes exteriores, como si quisiera ingresar de todas maneras.
Adentro siempre había revistas pornográficas. En las bicicleteadas domingueras a la hora de la siesta era diversión obligada pasar por allí a relevar las huellas del derramamiento de simiente ajena. Había que proceder con cautela, se comentaba que había unos tipos que andaban en Falcon y se metían en la parte trasera para asustar a los intrusos. Y que de noche solían encenderse fuegos profanos. Sumar todas esas versiones me había hecho concluir que para animarse a usar ese lugar como albergue transitorio había que tener hielo en la sangre.
Pero esa madrugada el Búho me había llevado hasta ahí y yo ni lo había sospechado. Fue hace tanto que aún no se había inventado el celular, y la zona estaba apenas loteada. Para conseguir los cables con los que hacer el bendito puente, tuve que empezar a caminar en tacos altos hacia la estación de servicio más cercana, mientras el Búho se quedaba insistiendo en provocarle al rastrojero esa especie de tos convulsa.
Unas loras se peleaban sobre el medidor del Club de Telefónicos, mientras yo hacía equilibrio en la tierra, entre las huellas secas de las camionetas, siguiendo la línea de tunas que prometía llevarme hacia la rotonda, como un zombie en cancanes que reclamaba la ciudad.
El sitio todavía existe. En él hoy la tierra parece fertilizada por el uso popular que se le diera en otra época, hasta los noventa. La alfombra vegetal que he visto allí es la más voluptuosa de todo el barrio de las quintas. Crecen especies cuasi amazónicas, como la planta de falso café. Actualmente el camino adyacente a la casa abandonada, que era sinónimo de excitación y miedo, ha sido limpiado y sobre ese terreno se ha construido una vivienda. Un perro dóberman se encargará de anunciarlo en caso de que un día alguien, melancólico, quiera llegar hasta el fondo en busca de algún recuerdo hecho polvo.
Han volteado parte del tapial, la tranquera desapareció y con ella el nombre perteneciente a la casa, que ahora es un fantasma entre los eucaliptos que custodian el ingreso. Ahí solía haber unos panales de avispas que problematizaban el acceso. Si bien la civilización sigue avanzando sobre el barrio, si se salvan ligeras modificaciones el refugio mítico permanece intacto. La estructura se compone de dos pisos, y parece la pieza de herramientas de una mansión que nunca existió, o el cuartito destinado en aquel entonces al obrador, de cuyos patrones poco se sabe. Dicen que su dueño original era un médico que en algún momento se fue a vivir a Italia y no volvió nunca más. El piso de arriba es un tanque de agua cúbico, que desde que recuerdo estuvo vacío y al que se podía subir por unos escalones de hierro incrustados en la pared. Hoy todavía es posible trepar por allí, pero una cadena gruesa asegura la puerta que antes permanecía abierta a los ocasionales visitantes. El interior de Villa Carolina está clausurado. Una enredadera posesiva abraza buena parte de las paredes exteriores, como si quisiera ingresar de todas maneras.
Adentro siempre había revistas pornográficas. En las bicicleteadas domingueras a la hora de la siesta era diversión obligada pasar por allí a relevar las huellas del derramamiento de simiente ajena. Había que proceder con cautela, se comentaba que había unos tipos que andaban en Falcon y se metían en la parte trasera para asustar a los intrusos. Y que de noche solían encenderse fuegos profanos. Sumar todas esas versiones me había hecho concluir que para animarse a usar ese lugar como albergue transitorio había que tener hielo en la sangre.
Pero esa madrugada el Búho me había llevado hasta ahí y yo ni lo había sospechado. Fue hace tanto que aún no se había inventado el celular, y la zona estaba apenas loteada. Para conseguir los cables con los que hacer el bendito puente, tuve que empezar a caminar en tacos altos hacia la estación de servicio más cercana, mientras el Búho se quedaba insistiendo en provocarle al rastrojero esa especie de tos convulsa.
Unas loras se peleaban sobre el medidor del Club de Telefónicos, mientras yo hacía equilibrio en la tierra, entre las huellas secas de las camionetas, siguiendo la línea de tunas que prometía llevarme hacia la rotonda, como un zombie en cancanes que reclamaba la ciudad.
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