lunes, 19 de noviembre de 2012

VIAJE DE IDA



Un ruido de cristales rotos interrumpió la siesta del contador, que se levantó resignado, más que sobresaltado.  Ya estaba dentro de todo acostumbrado a despertarse con esos contratiempos: vivía justo enfrente del campito donde los sábados se disputaba el clásico del barrio.  Cada tanto un pelotazo mal encaminado iba a parar a su domicilio.
El elemento contundente aquella vez no había sido un “fútbol”.  Cuando el contador  se dirigió al lugar de los destrozos encontró,  sobre el piso del comedor, un búmeran.
Es que la canchita servía también para otros fines recreativos. Eran famosas, por ejemplo, las carreritas de karting que se disputaban alrededor del mismo perímetro, y que cada tanto terminaban en un hecho de sangre. Algunos todavía no pueden borrarse la imagen de los dedos del hermanito del Cala, una vez que pudo sacar la mano que le había quedado atrapada entre los rulemanes.
La del búmeran era otra de las distracciones polémicas. Justamente el Cala había sido el que lo arrojara esa tarde, para luego sufrir la gran decepción de que el objeto no cumpliera con su ley constitutiva: fue pero no volvió. Y el Cala se quedó sin su fetiche, ya que nadie en el barrio se animaba a tocar el timbre de esa casa.
El contador era hombre de pocas palabras y aborrecía exhibir sus emociones en público, así  que  cuando halló el búmeran, resopló  algo que pareció una risa, y guardó la prueba del delito en un estante donde conservaba, por las dudas,  distintos recuerdos de hechos complicantes.
En el fondo para él esos incidentes eran problemas menores. Esa semana había discutido con un cliente, que desoyendo sus consejos para el lavado de activos se había comprado tres cero kilómetro iguales en una agencia de Devoto, y ahora los acreedores andaban detrás de él.
Además sabía que la casa que habitaba, y que él había mandado a construir, era vulnerable por naturaleza: estaba hecha casi en su totalidad de vidrio. Como si saldara una cuenta pendiente con la transparencia, todo lo que había detrás del portón que oficiaba de muralla tenía cristal, en gran cantidad. El que había llevado a cabo el proyecto era el arquitecto que tradicionalmente encaraba las ideas más vanguardistas en San Francisco.
Los conocidos del contador solían bromear acerca de esa ostentación de asepsia. Incluso habían bautizado “el consultorio” a su oficina contable, en la que aplicaba normas de higiene dignas de un odontólogo. Allí también había signos de su obsesión por el vidrio: el escritorio estaba montado sobre un enorme acuario. Los peces burbujeaban debajo de los balances. No cualquiera entraba al consultorio.
Esa tarde, cuando el contador depositó el búmeran al lado de trozos de ladrillo, pelotas de diversos tipos y zapatillas de un solo pie, vio también una delicada rosa hecha en origami. Y tuvo otra vez un pensamiento para Nati.  Nati había sido su alumna durante el secundario, en las horas de práctica contable. Y cuando estuvo en primer año de la facultad, había recurrido a él porque en Economía le pedían el libro de Mochon  y Becker, y la librería técnica de la ciudad demoraba en traerlo. Nati siempre le había parecido hermosa. Y él contaba con ese libro, entonces flamante.
La rosa que en retribución ella le había regalado, ahora en el estante, le acercó de nuevo, por segundos, el perfume de Nati  en su primera entrada triunfal al consultorio. Ese perfume escalofriante, a diferencia del búmeran del Cala,  volvía una vez más, y pareció que iba a volver  siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario