Un ruido de cristales rotos interrumpió la siesta del
contador, que se levantó resignado, más que sobresaltado. Ya estaba dentro de todo acostumbrado a
despertarse con esos contratiempos: vivía justo enfrente del campito donde los
sábados se disputaba el clásico del barrio.
Cada tanto un pelotazo mal encaminado iba a parar a su domicilio.
El elemento contundente aquella vez no había sido un
“fútbol”. Cuando el contador se dirigió al lugar de los destrozos encontró, sobre el piso del comedor, un búmeran.
Es que la canchita servía también para otros fines
recreativos. Eran famosas, por ejemplo, las carreritas de karting que se
disputaban alrededor del mismo perímetro, y que cada tanto terminaban en un
hecho de sangre. Algunos todavía no pueden borrarse la imagen de los dedos del
hermanito del Cala, una vez que pudo sacar la mano que le había quedado
atrapada entre los rulemanes.
La del búmeran era otra de las distracciones polémicas.
Justamente el Cala había sido el que lo arrojara esa tarde, para luego sufrir la
gran decepción de que el objeto no cumpliera con su ley constitutiva: fue pero
no volvió. Y el Cala se quedó sin su fetiche, ya que nadie en el barrio se
animaba a tocar el timbre de esa casa.
El contador era hombre de pocas palabras y aborrecía exhibir
sus emociones en público, así que cuando halló el búmeran, resopló algo que pareció una risa, y guardó la prueba
del delito en un estante donde conservaba, por las dudas, distintos recuerdos de hechos complicantes.
En el fondo para él esos incidentes eran problemas menores.
Esa semana había discutido con un cliente, que desoyendo sus consejos para el
lavado de activos se había comprado tres cero kilómetro iguales en una agencia
de Devoto, y ahora los acreedores andaban detrás de él.
Además sabía que la casa que habitaba, y que él había
mandado a construir, era vulnerable por naturaleza: estaba hecha casi en su
totalidad de vidrio. Como si saldara una cuenta pendiente con la transparencia,
todo lo que había detrás del portón que oficiaba de muralla tenía cristal, en
gran cantidad. El que había llevado a cabo el proyecto era el arquitecto que
tradicionalmente encaraba las ideas más vanguardistas en San Francisco.
Los conocidos del contador solían bromear acerca de esa ostentación
de asepsia. Incluso habían bautizado “el consultorio” a su oficina contable, en
la que aplicaba normas de higiene dignas de un odontólogo. Allí también había
signos de su obsesión por el vidrio: el escritorio estaba montado sobre un
enorme acuario. Los peces burbujeaban debajo de los balances. No cualquiera
entraba al consultorio.
Esa tarde, cuando el contador depositó el búmeran al lado de
trozos de ladrillo, pelotas de diversos tipos y zapatillas de un solo pie, vio
también una delicada rosa hecha en origami. Y tuvo otra vez un pensamiento para
Nati. Nati había sido su alumna durante
el secundario, en las horas de práctica contable. Y cuando estuvo en primer año
de la facultad, había recurrido a él porque en Economía le pedían el libro de
Mochon y Becker, y la librería técnica
de la ciudad demoraba en traerlo. Nati siempre le había parecido hermosa. Y él
contaba con ese libro, entonces flamante.
La rosa que en retribución ella le había regalado, ahora en
el estante, le acercó de nuevo, por segundos, el perfume de Nati en su primera entrada triunfal al
consultorio. Ese perfume escalofriante, a diferencia del búmeran del Cala, volvía una vez más, y pareció que iba a volver
siempre.
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