martes, 27 de noviembre de 2012

TRAEME ALGO DE MAUI




Todo en el local hacía juego con aquella década en la que viajar a lugares exóticos era el súmmum. Para empezar, el nombre, que es el de una isla hawaiana. Mucho antes de que a Alan Faena se le ocurriera provocar con el blanco, éste ya reinaba en Maui por decisión de su dueño, Víctor. Las jaulas colgantes donde tucanes y cotorras australianas experimentaban atónitos la noche tenían ese color de la buena cocaína. Pero el apogeo del blanco era el piano, emblema  del boliche,  que sonaba en veladas de especial inspiración.
También hubo allí una maravillosa cascada que invitaba a dejarse aflorar. Al menos esto recuerdan varios, desde ese abismo que se crea entre las neuronas, que vienen en cantidad limitada, y la noche, que siempre será infinita. De esto sabía el Víctor. Como si sus emprendimientos fueran un homenaje a esa continuidad de las noches,  la historia de cada uno de sus negocios puede contarse por  la del anterior, y la de ese anterior por otro más antiguo en la cadena, y el hilo no se cortaba.
Por eso hoy resultaría extraño hacer memoria de Maui sin citar a sus hermanos mayores, Macao y Carlos V, en orden ascendente de edad. Si bien la propuesta varió en cada caso, entre las tres hay otro lazo por el cual no se pueden contar por separado. Ese nexo es, curiosamente, la carta de sándwiches, que fue de una ruptura total con el pasado sanfrancisqueño, en el que las minutas no tenían nombres propios.
El menú ideado en Carlos V cruzó los años ochenta en Macao y explotó en Maui en los noventa, quizás por esos alias que eran guiños a la idea de viajar.El Jumbo fue el hit del que se apropió la popular. Hoy nadie logra enumerar la totalidad de los ingredientes que lo hacían fatal, pero todos coinciden en su cualidad de interminable. Los más rigurosos sostienen que eran tres lomitos de cerdo los que propinaban el knock out.  Después del Jumbo, otros nombres foráneos abrían el apetito: el Merecumbé, el California, por ejemplo, y el Canadiense, una afrenta al paladar tradicional de la época, porque incluía ananá, palmitos y salsa golf. Como contrapeso resignado otros nombres ejercían la resistencia nacionalista: el Juanacho, el Boyero,el Federal y el Superfederal. Los platos sesgaban a los consumidores por presupuesto. Los pasatiempos, por edad.
La entrada a Maui era celebrada porque uno podía sentarse allí sin pagar. Fue “la vidriera” por excelencia desde donde mostrarse y contemplar las vueltas motorizadas al centro.
La distribución en el interior era así: a la derecha, la falta de experiencia y los jueguitos electrónicos. De retumbar hoy en las paredes de lo que fue Maui sus sonidos espantarían por lo primitivos: Out Run, Pacman, Tetris, Street Fighter y G. I. Joe. El domingo era el día para exhibir las mejoras en la performance, logradas ahí mismo durante la semana, en las chupinas. A la izquierda, el alarde de baqueta y el pool. Todo en el fondo, donde también funcionaba un bowling, al principio. Más adelante éste habría de transformarse en un sitio para recitales, que tuvo aguante suficiente para Juanse y Pappo juntos, y al que los de Memphis la Blusera desearon volver.
Pero hoy no se puede volver a Maui, salvo con el recuerdo, que defrauda como viaje, porque uno queda igual. Murió Víctor. Está el lugar común de que la muerte es un viaje. Ya no está Maui, que fue un lugar en común. Y la fantasía: que de su viaje Víctor se traiga alguna novedad. Porque nadie duda sobre hacia dónde se dirige: seguramente,  a un paraíso infernal.

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