Todo en el local hacía juego con aquella década en la que
viajar a lugares exóticos era el súmmum. Para empezar, el nombre, que es el de
una isla hawaiana. Mucho antes de que a Alan Faena se le ocurriera provocar con
el blanco, éste ya reinaba en Maui por decisión de su dueño, Víctor. Las jaulas
colgantes donde tucanes y cotorras australianas experimentaban atónitos la
noche tenían ese color de la buena cocaína. Pero el apogeo del blanco era el
piano, emblema del boliche, que sonaba en veladas de especial inspiración.
También hubo allí una maravillosa cascada que invitaba a
dejarse aflorar. Al menos esto recuerdan varios, desde ese abismo que se crea
entre las neuronas, que vienen en cantidad limitada, y la noche, que siempre
será infinita. De esto sabía el Víctor. Como si sus emprendimientos fueran un
homenaje a esa continuidad de las noches, la historia de cada uno de sus negocios puede
contarse por la del anterior, y la de
ese anterior por otro más antiguo en la cadena, y el hilo no se cortaba.
Por eso hoy resultaría extraño hacer memoria de Maui sin citar
a sus hermanos mayores, Macao y Carlos V, en orden ascendente de edad. Si bien
la propuesta varió en cada caso, entre las tres hay otro lazo por el cual no se
pueden contar por separado. Ese nexo es, curiosamente, la carta de sándwiches,
que fue de una ruptura total con el pasado sanfrancisqueño, en el que las
minutas no tenían nombres propios.
El menú ideado en Carlos V cruzó los años ochenta en Macao y
explotó en Maui en los noventa, quizás por esos alias que eran guiños a la idea
de viajar.El Jumbo fue el hit del que se apropió la popular. Hoy nadie logra
enumerar la totalidad de los ingredientes que lo hacían fatal, pero todos
coinciden en su cualidad de interminable. Los más rigurosos sostienen que eran
tres lomitos de cerdo los que propinaban el knock out. Después del Jumbo, otros nombres foráneos
abrían el apetito: el Merecumbé, el California, por ejemplo, y el Canadiense, una
afrenta al paladar tradicional de la época, porque incluía ananá, palmitos y
salsa golf. Como contrapeso resignado otros nombres ejercían la resistencia
nacionalista: el Juanacho, el Boyero,el Federal y el Superfederal. Los platos sesgaban
a los consumidores por presupuesto. Los pasatiempos, por edad.
La entrada a Maui era celebrada porque uno podía sentarse
allí sin pagar. Fue “la vidriera” por excelencia desde donde mostrarse y contemplar
las vueltas motorizadas al centro.
La distribución en el interior era así: a la derecha, la
falta de experiencia y los jueguitos electrónicos. De retumbar hoy en las
paredes de lo que fue Maui sus sonidos espantarían por lo primitivos: Out Run,
Pacman, Tetris, Street Fighter y G. I. Joe. El domingo era el día para exhibir
las mejoras en la performance, logradas ahí mismo durante la semana, en las
chupinas. A la izquierda, el alarde de baqueta y el pool. Todo en el fondo,
donde también funcionaba un bowling, al principio. Más adelante éste habría de
transformarse en un sitio para recitales, que tuvo aguante suficiente para
Juanse y Pappo juntos, y al que los de Memphis la Blusera desearon volver.
Pero hoy no se puede volver a Maui, salvo con el recuerdo,
que defrauda como viaje, porque uno queda igual. Murió Víctor. Está el lugar
común de que la muerte es un viaje. Ya no está Maui, que fue un lugar en común. Y la fantasía: que de su viaje Víctor se traiga alguna novedad. Porque nadie
duda sobre hacia dónde se dirige: seguramente,
a un paraíso infernal.