El cadáver del médico apareció cuando ya estaba prácticamente
cocinado el caso, y bastante lejos del lugar donde decían que se había
suicidado.
Era una noche de principios de verano. El Ití, el Fuin y el Lanza
habían ido a pescar anguilas a un punto que queda cerca de Colonia
Prosperidad, cuyas coordenadas resultan uno de los secretos mejor
guardados por los aficionados a las expediciones nocturnas. Allí corren,
por un lado, las aguas provenientes de la laguna de tratamiento de
líquidos residuales de San Francisco, y, por el otro, las del canal que
se origina en Quebracho Herrado, en el que se desagotan unos cuantos
campos de la zona.
Además de los implementos de pesca y las petacas para mantener la
vigilia, habían llevado un telescopio: es que los paisanos de
Prosperidad se jactan de contar con el cielo más lindo del este
cordobés. El Lanza se había ocupado de montarlo, a un costado del puente
que cruza el canal, y de dejarlo listo para el avistaje. Pero no era el
más indicado para las tareas que involucraran motricidad fina: de
hecho, se había ganado su apodo en la época en que solía ir a entrampar
con los amigos del barrio. Cuentan que en el camino se les cruzó una
comadreja, y que se divirtieron un buen rato haciéndola disparar de un
lado a otro, amenazándola con distintos objetos. Hasta que el Lanza,
parece, se cansó del juego y la atravesó de punta a punta con el palo de
escoba afilado que portaba siempre en las excursiones, y que le había
manufacturado el padre, para cuando tuviera que defenderse.
El Lanza hizo honor a sus antecedentes de torpeza. El telescopio
quedó mal armado, y si bien ninguno de los tres se privó de observar lo
que en teoría era el Lucero, lo que se percibía a través de la mira era
un cuerpo irreconocible por lo deforme.
Los que sí, por fuera del telescopio, plateados por la luz lunar,
podían divisarse, eran los círculos de agua que ocupaban distintas
partes de los campos, ya que hacía poco que la lluvia se había
desquitado. El flujo en el zanjón era turbulento, y los amigos temieron
que el ruido de la corriente mantuviera lejos a las anguilas. De todos
modos prepararon las estacas. El Ití se embadurnó una mano con un trozo
de grasa y restos de carne, y la metió en el agua para sondear la
orilla. Mientras la deslizaba tratando de detectar alguna cueva, las
mojarras le daban chuponcitos que apenas lo inquietaban. Del otro lado
las líneas ya estaban tiradas.
Dicen que es mejor, para el éxito de la pesca, que la carne que se
lleva al anzuelo esté un poco podrida, por eso los tres aguantaban ese
olor nauseabundo sin decir nada. Hasta que se potenció y se tornó
innegable: esa hediondez era de origen humano. El Fuin encendió la
linterna, apuntando al voleo. En el recorrido del haz por el aire se
veían cúmulos de los mosquitos que los venían atenazando sin tregua.
Luego la luz hurgó en el pasto hasta que confirmó la sospecha: un bulto
overo y brillante estaba enquistado en el barro. Su superficie
recordaba en algo a la piel de las anguilas, pero se trataba de un
hombre muerto.
Días después los resultados de la autopsia aportaron algunos datos,
los suficientes para constatar que se trataba de él, aunque otras cosas
nunca cerraron. En esos días habían ocurrido tres suicidios más, y los
sanfrancisqueños empezaban a entremezclar los casos al rumorear.
A partir de esa noche el Lanza cambió su arma característica por una
con pólvora. Y más de una vez se preguntó cómo sería posible, si se
tratara de un suicida, darse con ella misma un disparo.
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