lunes, 19 de noviembre de 2012

LA TRASNOCHE DEL CANAL

El cadáver del médico apareció cuando ya estaba prácticamente cocinado el caso, y bastante lejos del lugar donde decían que se había suicidado.
Era una noche de principios de verano. El Ití, el Fuin y el Lanza habían ido a pescar anguilas a un punto que queda cerca de Colonia Prosperidad,  cuyas coordenadas resultan uno de los secretos mejor guardados por los aficionados a las expediciones nocturnas. Allí corren, por un lado, las aguas provenientes de la laguna de tratamiento de líquidos residuales de San Francisco, y, por el otro, las del canal que se origina en Quebracho Herrado, en el que se desagotan unos cuantos campos de la zona.
Además de los implementos de pesca y las petacas para mantener la vigilia, habían llevado un telescopio: es que los paisanos de Prosperidad se jactan de contar con el cielo más lindo del este cordobés. El Lanza se había ocupado de montarlo, a un costado del puente que cruza el canal, y de dejarlo listo para el avistaje. Pero no era el más indicado para las tareas que involucraran motricidad fina: de hecho, se había ganado su apodo en la época en que solía ir a entrampar con los amigos del barrio. Cuentan que en el camino se les cruzó una comadreja, y que se divirtieron un buen rato haciéndola disparar de un lado a otro, amenazándola con distintos objetos. Hasta que el Lanza, parece, se cansó del juego y la atravesó de punta a punta con el palo de escoba afilado que portaba siempre en las excursiones, y que le había manufacturado el padre, para cuando tuviera que defenderse.
El Lanza hizo honor a sus antecedentes de torpeza. El telescopio quedó mal armado, y si bien ninguno de los tres se privó de observar lo que en teoría era el Lucero, lo que se percibía a través de la mira era  un cuerpo  irreconocible por lo deforme.
Los que sí, por fuera del telescopio, plateados por la luz lunar, podían divisarse, eran los círculos de agua que ocupaban distintas partes de los campos, ya que hacía poco que la lluvia se había desquitado. El flujo en el zanjón era turbulento, y los amigos temieron que el ruido de la corriente mantuviera lejos a las anguilas. De todos modos prepararon las estacas. El Ití se embadurnó una mano con un trozo de grasa y restos de carne, y la metió en el agua para sondear la orilla. Mientras la deslizaba tratando de detectar alguna cueva, las mojarras le daban chuponcitos que apenas lo inquietaban. Del otro lado las líneas ya estaban tiradas.
Dicen que es mejor, para el éxito de la pesca, que la carne que se lleva al anzuelo esté un poco podrida, por eso los tres aguantaban ese olor nauseabundo sin decir nada. Hasta que se potenció y se tornó innegable: esa hediondez era de origen humano. El Fuin encendió la linterna, apuntando al voleo. En el recorrido del haz por el aire se veían cúmulos de los mosquitos que los venían atenazando sin tregua. Luego la luz hurgó en el pasto  hasta que confirmó la sospecha: un bulto overo y brillante estaba enquistado en el barro. Su superficie recordaba en algo a la piel de las anguilas, pero se trataba de un hombre muerto.
Días después los resultados de la autopsia aportaron algunos datos, los suficientes para constatar que se trataba de él, aunque otras cosas nunca cerraron. En esos días habían ocurrido tres suicidios más, y los sanfrancisqueños empezaban a entremezclar los casos al rumorear.
A partir de esa noche el Lanza cambió su arma característica por una con pólvora. Y más de una vez se preguntó cómo sería posible, si se tratara de un suicida, darse con ella misma un disparo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario