lunes, 17 de diciembre de 2012

EFECTOS DEL PORNO EN LA SALUD


El papá de la Viqui era oftalmólogo. Aquella tarde lo vimos  transpirar  y gesticular a más no poder. Aseguraba que ese librito que habíamos encontrado en su mesita de luz, cuando con la Viqui revisamos, tenía que ver con su profesión.
Nos recalcaba la importancia de ese material ilustrativo y al mismo tiempo nos retaba; no sé qué era lo que nos hacía más efecto, si la explicación o el reto. Creo que este último, ya que la explicación hacía agua: ¿por qué un oculista necesitaba tantas fotos de cuerpos humanos desnudos, si en casi ninguna se veían los ojos? Algo no nos cerraba, pero nos daba apuro decirle algo a la Viqui, y además el papá seguía nervioso.
Tuvimos una penitencia que duró hasta el día siguiente, cuando volvimos otra vez a juntarnos en el garaje de esa casa. Teníamos un juego que era el de “dar la ostia”, nos lo habíamos inventado de tantas veces que íbamos a la misa de la Cristo Rey. Estábamos en el primer año de catequesis.  Casi siempre la prima de la Viqui hacía de cura, las demás avanzábamos en fila y ella, ante cada una, partía una galletita de leche para que dijéramos amén. Usaba un florero de cáliz.
Estábamos en eso cuando la mamá de la Viqui entró, tan compenetrada con su misión que ni vio que estábamos comulgando, lo cual habría causado el segundo reto de la semana. Nos trajo un libro y nos dijo que quería que conversáramos. El libro que nos mostró tenía cuerpos humanos también, pero separados unos de otros, y con más órganos. No eran como los del manual de estudio del papá de la Viqui, donde todo parecía tener más vida. La mamá se puso a contarnos unas cosas que nos sonaron horribles,  al punto que nos prometimos que el día que tuviéramos  marido nos íbamos a duchar siempre en malla, para que no nos agarraran desnudas como en el libro.
A la tarde siguiente nos dieron ganas de ir a hablar con los varones del barrio, que se juntaban en un campito, al lado del club Mayo. Nos sentimos medio tontas: ellos manejaban todos esos temas, como si estudiaran. El que más hablaba era el Facu. Contó cómo en el campito habían hecho un pozo, para guardar y tapar con tierra las revistas de oftalmología  que lograban reunir. Y también que las desenterraban y se las llevaban para estudiarlas al campo de deportes de los Maristas, después de la hora de educación física. Casi todas las revistas tenían la etiqueta del quiosco Maula, al que iban en bici, a hacerse amigos que los dejaran colarse en los cines donde podían avanzar en conocimiento. Había uno que ahora es un templo evangélico. Otro se llamaba La Perla, pero era oscuro y quedaba por  9 de Julio. Ahí pasaban películas toda la noche. Y también estaba el Colón, pero ahí eran dos las películas nada más, en continuado.  El Facu nos dijo que una  vez había caído la Policía justo en el intervalo, cuando apenas habían visto la parte de arriba del cuerpo humano, porque la primera  película siempre era aburrida. En el hall del cine les habían tomado los datos, para citarlos con los padres, que era la parte más humillante. Así que tuvieron que irse, pero se descargaron tirando bombitas de olor en las confiterías del centro.
El Facu hablaba de secretos tan lindos como las verdades. Esa tarde empecé a enamorarme de él. Cada vez que intento volver a saber de su vida no logro que nadie me ayude con un dato. Pero por esto mismo voy, sin querer, enterándome del presente de algunos otros que eran del barrio.  Sé, por ejemplo, que hay dos que hoy son doctores

lunes, 3 de diciembre de 2012

UN FANTASMA DE LOS NUESTROS




Cuando Enterprise cerraba, a la medianoche, los que habitualmente se internaban allí hasta la hora tope se quedaban con gusto a poco. Nadie aceptaba tan temprano el game over. Esa vez eran veinte, todos menores, y decidieron meter una ficha más.
Ni bien las máquinas entraron en reposo, el grupo peregrinó a pie desde la sala de flippers, que estaba en el centro, hasta el cementerio. La expedición tenía un fin terapéutico: querían sacarse ese miedo a que exista algo después de la muerte.
El acceso al lugar estaba apenas impedido por una cadena, que franquearon. Y como medida de seguridad, se separaron en dos grupos para la inspección territorial. Cada cuadrilla completó su recorrido. Al reencontrarse y cotejar los hallazgos resultó que nada, excepto la cantidad de gatos, los había asombrado. Eso había sido todo en la primera visita, y no alcanzaba. Así que no podía ser la última.
A la noche siguiente los cuerpos estaban más ávidos de adrenalina, así que fue necesario reforzar las filas. Entre las dos escuadras sumaban alrededor de cincuenta, dispuestos a enfrentar el más allá usando el juego de las escondidas.
Corrieron y liberaron química adolescente por los pasillos hasta cansarse. Para algunos fue el límite. “Hay que proceder con respeto”, solía advertir en su programa radial, por la época, Román, el vidente médium. Román decía que podía curar con los mensajes de los espíritus: era famoso por eso y porque atendía en silla de ruedas. Cuando trazaba con la mano derecha en el aire sus pases ante los clientes, el brillo fulminante de su anillo de oro los hipnotizaba.
Los que por dentro le hicieron caso a  Román se despidieron ahí para no volver. Para los otros hubo una noche más.
El Chiqui tenía cada tanto unos raptos mesiánicos. Así que para él era ideal hacer resucitar algo al tercer día: el traje de fantasma que había usado en la fiesta de quince de su hermana. Quería asustar a uno de la banda que se las daba de curtido.
Dejó que los diecisiete ingresaran y cuando se aseguró de estar bien a la retaguardia se puso el disfraz. Tenía todo calculado: iba a esperarlos hasta que tuvieran que regresar, y entonces se les aparecería en la puerta del cementerio para impedirles la salida, y también para que la huida sólo fuera posible hacia el interior del cementerio, de modo que esto los aterrorizara aún más. Pero escuchó el ruido de un motor que lo hizo mirar hacia 9 de septiembre, e identificó de inmediato al conductor de ese auto importado. Era alguien que se merecía un buen susto. Así que el fantasma giró y salió a la vereda.
Una hora después, cuatro R12 de la jefatura y un Falcon de investigaciones buscaban a los chicos cerca del predio. Ellos se quitaron las remeras y se largaron a correr. Pasaron  estoicos  delante de los móviles. Fingían ser futbolistas al regreso de una práctica. Recién pararon a desquitarse de la risa en una esquina de las 800, a la que finalmente llegó la policía. Esa noche que pasaron en la comisaría no pudieron perder el miedo, pero al menos se enteraron del origen de la denuncia. Un operario que salía de hacer extras en una fábrica del Parque Industrial, había pasado en bici en el pico exhibicionista del espectro. El instinto de supervivencia no le había permitido controlar la vejiga, pero sí seguir pedaleando hasta poder llegar, y  desembuchar lo que sus ojos habían visto: el fantasma de vida ultraterrena más breve, por lo que se sabe, que hubo en la ciudad.