lunes, 19 de noviembre de 2012

UNA COSA DE OTRO MUNDO

Dicen los brujos que la fase de luna llena es un tanto especial. Anochecía ya ese sábado y yo iba en bici por Libertador (N) a la casa en donde estaban mis amigos, para resolver qué haríamos más tarde. Cuando me detuve en el semáforo frente a la plaza Cívica pude divisarla, parecía arder por detrás del monumento a San Martín, infiltrada todavía por algunos rojos de la tarde: un lunón infernal. Aproveché que su presencia me había hecho enderezar la vista y en forma alternada me hice crujir las cervicales, con una mano en el manubrio y la otra sobre un lado del cráneo: los adoquines de la parte céntrica de Libertador (N) sumados a una bicicleta sin suspensión arman un combo capaz de abreviarle la vida útil a cualquier columna. Cuando el semáforo dio verde y seguí, no pude evitar la tentación: subí por la rampa para discapacitados y crucé la plaza, que milagrosamente  se hallaba desierta, en cinco segundos supersónicos. El cielo animaba a sentirse con poderes biónicos, o intentar una velocidad de otro mundo.
Un rato después llegué a lo de mis amigos. Estaban en el patio trasero de la casa, también colgados mirando la luna.  Menos el Huguito, que  parecía  estar intentando estrangular a una  botella de vino vacía. “Hace dos horas que la tiene con eso”, me explicó la Nati en voz baja. “Está con ese truco que vio en You Tube para cortar una botella con un piolín, pero todavía no se enteró de la parte en que al hilo hay que prenderle fuego, la quiere ahorcar así nomás, de bruto que es”. Deduje que, cualquiera fuera el recipiente en el que se impusiera beber, aquella  habría  de ser una noche de fernet. Fui a la cocina a buscar un vaso que garantizara mi integridad bucal, en caso de que los influjos lunares le otorgaran a Huguito la potestad de traspasar la materia.
El resplandor que llegaba por la ventana alteraba la apariencia de la mesada de granito. Las vetas rosadas,  pasadas por ese filtro, cobraban una iridiscencia que me hizo pensar en las imágenes del suelo de Marte. Definitivamente se trataba de una noche rara.
 Quizás una noche  parecida a esa, pensé, había inspirado  a un grupo de amigos,  allá por el comienzo de los años ochenta, para pergeñar el famoso  “episodio de las pisadas marcianas”, que tuvo en vilo a todo San Francisco durante varios días. En buena parte de las calles y paredes de la ciudad habían aparecido  unas huellas  que sólo podían reconocerse como las de un extraterrestre. La intriga se acrecentaba  y lo habría seguido haciendo de no ser por el incendio del molino Boero, ocurrido en una fecha bien cercana. Uno de los testigos del accidente, el empleado de la estación de servicio que se hallaba enfrente, dijo haber visto al marciano saliendo de las instalaciones en llamas. Lo hizo con tanta vehemencia que el identikit del enano orejudo que él supo describir  fue publicado en el diario local. A partir de eso, los por entonces niños dormíamos con las persianas bajas en pleno verano.
Recién volvimos a dejar entrar el aire cuando hallaron al principal responsable del “operativo pisadas”:  el hijo de un conocido militar que vivía en la Fábrica. Justamente allí, en la Fábrica Militar, es donde habían detectado una diferencia en stock del ácido que el chico había usado para imprimir las huellas. Lo habían delatado las marcas que el ácido dejara en el trayecto del depósito en la fábrica hasta su casa dentro del predio. Cuando los investigadores llegaron, en la piecita de las herramientas todavía estaban, teñidos de marcianidad, los zancos que, anexados a los pedales de su bicicleta, habían conformado el dispositivo  que él y sus amigos  usaron esa vez, una noche en la que habían querido sentirse de otro planeta.

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