Dicen los brujos que la fase de luna llena es un tanto especial.
Anochecía ya ese sábado y yo iba en bici por Libertador (N) a la casa en
donde estaban mis amigos, para resolver qué haríamos más tarde. Cuando
me detuve en el semáforo frente a la plaza Cívica pude divisarla,
parecía arder por detrás del monumento a San Martín, infiltrada todavía
por algunos rojos de la tarde: un lunón infernal. Aproveché que su
presencia me había hecho enderezar la vista y en forma alternada me hice
crujir las cervicales, con una mano en el manubrio y la otra sobre un
lado del cráneo: los adoquines de la parte céntrica de Libertador (N)
sumados a una bicicleta sin suspensión arman un combo capaz de
abreviarle la vida útil a cualquier columna. Cuando el semáforo dio
verde y seguí, no pude evitar la tentación: subí por la rampa para
discapacitados y crucé la plaza, que milagrosamente se hallaba
desierta, en cinco segundos supersónicos. El cielo animaba a sentirse
con poderes biónicos, o intentar una velocidad de otro mundo.
Un rato después llegué a lo de mis amigos. Estaban en el patio
trasero de la casa, también colgados mirando la luna. Menos el Huguito,
que parecía estar intentando estrangular a una botella de vino
vacía. “Hace dos horas que la tiene con eso”, me explicó la Nati en voz
baja. “Está con ese truco que vio en You Tube para cortar una botella
con un piolín, pero todavía no se enteró de la parte en que al hilo hay
que prenderle fuego, la quiere ahorcar así nomás, de bruto que es”.
Deduje que, cualquiera fuera el recipiente en el que se impusiera beber,
aquella habría de ser una noche de fernet. Fui a la cocina a buscar
un vaso que garantizara mi integridad bucal, en caso de que los influjos
lunares le otorgaran a Huguito la potestad de traspasar la materia.
El resplandor que llegaba por la ventana alteraba la apariencia de la
mesada de granito. Las vetas rosadas, pasadas por ese filtro, cobraban
una iridiscencia que me hizo pensar en las imágenes del suelo de Marte.
Definitivamente se trataba de una noche rara.
Quizás una noche parecida a esa, pensé, había inspirado a un grupo
de amigos, allá por el comienzo de los años ochenta, para pergeñar el
famoso “episodio de las pisadas marcianas”, que tuvo en vilo a todo San
Francisco durante varios días. En buena parte de las calles y paredes
de la ciudad habían aparecido unas huellas que sólo podían reconocerse
como las de un extraterrestre. La intriga se acrecentaba y lo habría
seguido haciendo de no ser por el incendio del molino Boero, ocurrido en
una fecha bien cercana. Uno de los testigos del accidente, el empleado
de la estación de servicio que se hallaba enfrente, dijo haber visto al
marciano saliendo de las instalaciones en llamas. Lo hizo con tanta
vehemencia que el identikit del enano orejudo que él supo describir fue
publicado en el diario local. A partir de eso, los por entonces niños
dormíamos con las persianas bajas en pleno verano.
Recién volvimos a dejar entrar el aire cuando hallaron al principal
responsable del “operativo pisadas”: el hijo de un conocido militar que
vivía en la Fábrica. Justamente allí, en la Fábrica Militar, es donde
habían detectado una diferencia en stock del ácido que el chico había
usado para imprimir las huellas. Lo habían delatado las marcas que el
ácido dejara en el trayecto del depósito en la fábrica hasta su casa
dentro del predio. Cuando los investigadores llegaron, en la piecita de
las herramientas todavía estaban, teñidos de marcianidad, los zancos
que, anexados a los pedales de su bicicleta, habían conformado el
dispositivo que él y sus amigos usaron esa vez, una noche en la que
habían querido sentirse de otro planeta.
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